Sillón a chorro
Prendo la radio y sintonizo Clarín. Desde la cuenca del plata. La estática es molesta, pero los ruidos no. Los dejo entrar, pasivos y de a poco destruyen mi razón. Me hundo en el sillón y tomo una taza de té de mango. Suena el timbre. Dos timbrazos cortos, casi insonoros. No me levanto. Marvin se acerca, curioso, tratando de resolver la teoría única del salto de la pulga. Marvin es un filósofo. Las plantas comienzan a crecer. De a poco tapan la ventana. La única ventana, la que está justo enfrente de mí y donde el pequeño rayo procura entrar para impactar certero en mi cabeza. Suena el timbre nuevamente. Ahora insistente, con ganas. La luz deja de ser y se transforma en manto negro. La pupila es una canica reluciente, destilando fuegos y furias. Pero la oscuridad no me molesta. La siento amiga, serena compañía con silencios afines a los míos. Otro timbre. Se esconde tras el sonido de las máquinas. Al lado construyen un edificio. El gigante de cemento todavía descansa, hecho un feto de arena y palas. Subo Clarín. Ahora es una letanía monocorde, un canto lleno de piedras rugosas y afiladas. Marvin me mira, insistente. Quiere abrir, destruir el inmundo dedo que se posa otra vez sobre nuestro timbre. Yo miro la ventana. Cuadrado negro de hondura imprevisible. Las plantas desbordan el lienzo establecido y las hojas invaden mi cuerpo. Suena el timbre otra vez. Ya casi no lo siento. |