viernes, julio 29, 2005

Sillón a chorro

Prendo la radio y sintonizo Clarín. Desde la cuenca del plata. La estática es molesta, pero los ruidos no. Los dejo entrar, pasivos y de a poco destruyen mi razón.
Me hundo en el sillón y tomo una taza de té de mango. Suena el timbre. Dos timbrazos cortos, casi insonoros. No me levanto. Marvin se acerca, curioso, tratando de resolver la teoría única del salto de la pulga. Marvin es un filósofo.
Las plantas comienzan a crecer. De a poco tapan la ventana. La única ventana, la que está justo enfrente de mí y donde el pequeño rayo procura entrar para impactar certero en mi cabeza.
Suena el timbre nuevamente. Ahora insistente, con ganas.
La luz deja de ser y se transforma en manto negro. La pupila es una canica reluciente, destilando fuegos y furias. Pero la oscuridad no me molesta. La siento amiga, serena compañía con silencios afines a los míos.
Otro timbre. Se esconde tras el sonido de las máquinas. Al lado construyen un edificio. El gigante de cemento todavía descansa, hecho un feto de arena y palas. Subo Clarín. Ahora es una letanía monocorde, un canto lleno de piedras rugosas y afiladas.
Marvin me mira, insistente. Quiere abrir, destruir el inmundo dedo que se posa otra vez sobre nuestro timbre.
Yo miro la ventana. Cuadrado negro de hondura imprevisible. Las plantas desbordan el lienzo establecido y las hojas invaden mi cuerpo.
Suena el timbre otra vez. Ya casi no lo siento.

lunes, julio 25, 2005

Harrison lo sabía (aunque Lennon lo cantase)

Ciro pone el disco. La púa baja suave, en un ralentí de imagen que acelera la pulsación y motiva la ansiedad. Es el mismo disco de otras veces, uno que siempre pusimos y que yo no quería escuchar más. Pero Ciro se encargaba de que yo lo percibiese. Él quería que sintiera las notas cayéndome sobre la cabeza, martillando la sien con su punzón neumático. Y una vez que la melodía me hubiese atravesado la mente de lado a lado, a través del agujero, del túnel al infinito y más allá, se podría acercar el ojo, esperar a que la pupila se transformase en agujero negro y ver la colección de monstruos y deformidades varias que habitan en lo más profundo de mis desechos mentales. Y entre las montañas de basura, desperdicios inútiles e historias abandonadas está ella, inmóvil, incólume. La deidad distante, balanceándose al son de la canción.
La púa roza la superficie del disco. Primero el sonido sucio, denso, que sale fuerte por los parlantes viejos de madera. Los mismos que silenciaron pistas de baile de hace décadas, en los que mi padre agitaba masas que no tenían mayor preocupación que el largo de su cabello o el origen de sus mocasines. Ahora están en el final, dejados, abandonados a una música nueva, que poluciona el aire límpido de notas frescas transformándolo en una masa de distorsión en la que ellos no saben bailar, ni sacudir sus cajas de cartón robusto.
La primera nota empieza a sonar, el rasguido de la guitarra que se hace fuerte, duro. El cuchillo empieza a asomarse de su vaina, amenazante. Lo miro y sé lo que va a pasar. Ciro también, pero es lo que busca. La terapia del sufrimiento, la llama él.
Lennon me habla por el altavoz. Dice que está parado, con la cabeza entre las manos. Ni George, ni Paul están con él. Paul mueve su limosina, Harrison su arpa. Ringo, bueno Ringo nunca se sabe donde está. Pero Lennon se detiene en su caminata, con la guitarra al hombro, entre los matorrales que escudan la carretera hacia ninguna parte.
Yo estoy en el sillón, luego en el piso, ahora revisando entre los discos viejos, disimulando entre tapas coloridas mientras la lágrima traicionera quiere escaparse por el costado. El techo parece ocultar las soluciones, aunque lo mire enojado, rogándole la respuesta. Ciro mira un libro, dos, tres. Repasa los lomos deglutiendo los títulos, en un acopio de información inútil pero reconfortante para su corazón de ratón de biblioteca. Yo viajo, lejos. Vuelo entre la tormenta que se desata furiosa, inclemente, sobre las casas que bordean mis ideas. Busco escaparme de ella, de su mirada filosa que me descuartiza en pedazos cada vez más pequeños. Soy yo el que se escapa, pero Winston dice lo contrario. If she´s gone I can´t go on. La persigo, innecesaria búsqueda que me lleva a ninguna parte.
Ahora Lennon aporrea dulcemente la guitarra. The love will find a way, le dijeron una vez. Pero yo no le creo. Ciro probablemente sí. Está acostumbrado a vivir entre las sombras, haciéndole trampas al solitario. No espera nada más que lo que se puede esperar. Y eso le conforma.
Los tipos te miran y se ríen, Lennon. Yo estoy casi solo. Ciro no me ve. No me quiere mirar. Sabe lo que pasa, lo que sucede. Y me lo dice: hey, you´ve got to hide your love away.

martes, julio 19, 2005

Tarzán era nerd

No necesito más años. No me sirven. La espalda se dobla ante la carga, vencida por el dolor. Es una mochila inútil que nos hace caminar por ahí sin hacer ruido, como si fuésemos a despertar a algún gigante dormido que nos va a comer el lóbulo derecho. Nadie salta después de los 40. Empiezan a usar pantuflas y se deslizan sobre el piso de parquet. A veces empiezan a hacerlo con menos.
Barton, el señor que tiene moto, empezó a usar alpargatas a los veintipoco. Y no se las sacó más. Ahora toda su casa tiene moquet. Y él, sólo 25. Tampoco pido que me taconeen la vida, taladrándome el cerebro con una aguja punzón colocada en el talón. Es como el cascabel de los gatos, el cencerro de las vacas. Una alarma molesta que despierta instintos agresivos. Y avisa a los demás. Por eso no usaban tacos en la guerra. Nunca vi a nadie en "Combate en Vietnam" con unos de taco aguja.
Los peores son los comprimidos. Los que pasaron por la prensa y quedaron con boca de garza puntiaguda. Una vez un pie me contó que los dedos no se sienten hacinados porque se retuercen y viven unos metros más atrás del campanario de la punta. Pero a veces no tienen otra alternativa y deben sobrevivir encimados, unos sobre otros en camas cuchetas. Pero es un status. Un símbolo del progreso. La piqueta fatal que avanza y afila las puntas redondas. Y ahora andan todas por ahí, Rita Mode, Ieru, VV McEachen, con los zapatos cinco talles más grandes, disfrazados de payasos a los que nadie teme. Y ellas no saben contar chistes. Ni tienen narices rojas.
Los míos son bajitos, no muy cómodos y bastante fríos. Es más, no sé porque los uso. No es una obligación, pero el Gral. Casablanca impone y dicta parámetros que hay que cumplir. Y el que no, está afuera. Desterrado. No puede volver a pisar este lugar. He visto un montón de gente con championes de lona picando piedras en la Siberia, allá, pasando Aral y Vladivostok.
Los calzados bajitos son rebeldes, por eso se pelean con los que cuidan las puertas de los lugares de agitar culos. Con muchos de ellos. Es cuestión de acercarse a la puerta y el mamut deforme que la custodia gira su cuello con cierto esfuerzo, mira hacia abajo y me sumerge en el oscuro mundo de los desterrados. Y tengo que irme, arrastrando a Jota, Ciro, Mochuelo Joe y quién esté conmigo hacia un lugar más permisivo. Cómo la calle Piragua o la rambla del río Foto. Y ahí me descalzo. Y parado en mis medias marrones me deslizo por la loma de pasto hacia abajo. Con todo el viento en la cara. Mientras, en el carro, Gus devora una completa tras otra. Mochuelo Joe corre hacia él. Yo vuelvo a subir la loma. Otra tirada más. Quizá la velocidad deje atrás a mis ideas, que no me quieren acompañar.

Yo contra los gigantes

El lugar era normal, como tantos otros de su misma clase. Muchas góndolas llenas de productos, colores, y deformidades varias. Era exactamente igual a cualquiera de los mercados ganimedienses, pero éste era más grande. Mucho más grande. Claro, la gente de Mouro era exagerada. Su constante tendencia a agigantar las cosas contrastaba con la teoría empequeñecedora de Ganímedes. No prefiero ni una ni la otra. No quiero a ninguna. Los primeros son ruidosos, los otros callados. Por eso hay que irse. Ahí viene el cohete, súbanse y huyamos. No se olviden de cerrar la puerta.
Hay una pecera gigante de plástico. Está llena de música empaquetada, en forma de discos metálicos. Yo los uso de freesbee. Ellos los colocan en un aparato y no paran de mover el cuerpo. No se cansan. Y festejan alborozados ante cualquier eventualidad. ¿Se muere el tío? A bailar a la esquina. ¿Compramos un nuevo auto? Toda la familia moviendo las caderas. A ver abuela, levántese del sillón. Y cuando llega el verano se reúnen todos y no dejan de menearse. Y van muriendo de a uno. De a poco. Con las horas las muertes son más. Y los cadáveres quedan en la calle, por donde otras personas pasan y desfilan y vuelven a morir. Con las horas, el piso de baile se convierte en una morgue de cuerpos coloridos. Pero ellos siguen bailando. Y amanece. Y el sol les quema la piel. Entonces se van a bailar a la arena. Desenfrenados. Locos. Como si el mundo fuese a acabar en unas horas y de ello dependiesen sus movimientos.
Y luego en la calle todo es paz. Vienen los de las escobas y barren. Barren papeles, guirnaldas y cuerpos. Muchos cuerpos que son tirados en enormes baldes. Así, la calle queda limpia. Lista para la noche siguiente. Para seguir bailando.

Pequeño de musgo

El ojo es profundo. Un abismo gigante donde se agitan fantasmas que no puedo ver. El color verde del iris tiñe la visión y me da paz. Ahora respiro. Mientras, él sigue mirando y brillando como diamante pulido.
Su padre lo arrastra, mientras él se lleva a la boca un aparato ruidoso de color celeste. Lo sigo, sigiloso para que el mayor no se dé cuenta. Él sonríe sin saber la razón. No sabe lo que hace ni porqué lo hace. Al menos puedo creer eso. Pero su mirada sigue clavada en lo más profundo y me retuerce las tripas. Me está diciendo cosas, me puede ver. Mi cuerpo se vuelve transparente, con una bola roja que no deja de latir. Y él golpea. Con su rayo verde golpea. Es un apretón firme pero suave a la vez. Me dice que está. Y entiende. Mucho más de lo que pensaba. Ve la tristeza y me acaricia el pelo. Me obliga a recostarme. Me cubre con el acolchado. Dice palabras susurrantes al oído. No puedo entender los términos, pero sí lo que quieren decir.
Y él continúa con su balbuceo incongruente. Agita el aparato celeste, que resuena a pedregullo. Y vuelve a mirar. Ahora busca el punto doloroso, el quiste maléfico que no deja respirar. Que no deja progresar. Lo tiene encerrado en su pequeño puño. Tan pequeño como para recibir otro más, tantos como sean necesarios.
El pequeño tira fuerte al tiempo que me envía una risa de dos dientes. Yo no saco la mirada del ojo. No quiero mirar hacia el abismo, aunque él me anima a hacerlo. Me incita a asomarme a la pendiente. Y cuando lo hago, me empuja en una caída interminable, que choca con fotos y pedazos de sucesos que ya pasaron. Hace mucho. Y que nunca voy a volver a tener. Y me encuentro en el fondo, nadando en un mar de musgo verde. Acolchonado. Y no me quiero ir de ahí. El pequeño no dice nada. No le molesta mi presencia. El señor mayor tira del carrito. Nos movemos. Yo sobre el musgo y él con el aparato en la boca. Pero no quiero salir.

martes, julio 12, 2005

Hágalo y acepte las consecuencias

Australiamente

La cápsula te cubre. Te rodea y no puedo acercarme. Es un vidrio frágil, pero se que mis pocas fuerzas no bastan para romperlo. Entonces me quedo mirando, contemplando esa hermosa pecera que te contiene.

A pesar de Tristar

Necesito comprar uno. Cero kilómetro. Lo más nuevo posible, para así poder destrozarlo a gusto. Porque eso es lo que siempre hacía: los destrozaba. Y cuando el estado era lamentable y el aire empezaba a transformarse en una masa viscosa y sin forma, era en esos momentos en que una pequeña voz me recordaba la fecha de vencimiento.
Por eso vine a la feria de Tristar. No me gusta este lugar. Es una comunión de elementos y de gentes extrañas, y cada una de ellas vende más objetos y cosas aún más extrañas. No se qué comprar, porque dudo sobre la mercadería a la venta, si los señores de cara extraña o lo que está en el suelo, delante de ellos. Por eso no pregunto. Sólo camino entre las filas de personas que son llevadas por la multitud. Como si fuese una fuerza centrífuga desconocida, uno debe introducirse entre la gente y dejarse llevar. Y la Fuerza es proporcionalmente contraria al lugar al que uno quiere ir. Así, desde una lona cubierta de repuestos de moto nos trasladamos a una montaña de almohadas usadas, envueltas en fundas de los power rangers. Sin pedirle el traslado a nadie. Al menos es gratis.
Ese día Ciro buscaba una nueva fuente de distracción, que lo obligara a salir de la cueva cósmica en donde vivía. Se arrastraba con su boa a cuestas, la carga roja a la espalda y la pequeña niña a un costado. Más atrás venía Gus, revisando las montañas de objetos mecánicos inutilizables al tiempo que se enfrascaba en discusiones con terminología inentendible para un simple mortal. Jota no estaba, o parecía no estar. Flotaba en una nube voladora y cada tanto, cuando algo llamaba su atención, descendía en su búsqueda. Yo los seguía, con la Mole bien cerca mío, jugando a las sombras. Su presencia tranquilizaba, como un bálsamo pacifico que me obligaba a cerrar la boca antes de empezar a hablar.
Gus buscaba por todos lados. Siempre. Búsqueda sin un objetivo claro pero búsqueda al fin. Jota no. Jota esperaba la victima ideal e iba a por ella.
Y generalmente no fallaba. Disparaba los dardos envenenados uno tras otro.
Y acertaba.
Y el premio era genuino, tangible.
Y Jota lo escondía en el teléfono, feliz por sumar otro a la colección.
Yo seguía buscando un pulmón. Uno nuevo, transparente, sin uso. Éste no resistiría otro invierno. Al menos sin la constante tos que anunciaba mi presencia. Pero no era fácil encontrar pulmones. El tío Ed lo había hecho más fácil. Le compraba a un antiguo socio, de su época de vendedor de pan. El hombre, un tal Ernesto Camargo, había cambiado las hogazas por los corazones. El negocio era más rentable y ahora Ernesto paseaba su Lincoln Continental por la rambla del río Foto. El tío Ed iba a todas las liquidaciones. Y allí encontró el corazón nuevo. Revolviendo en un pila que decía "todo por 3 pesos". Y cuando lo tuvo, volvió al carro de chorizos, a mostrar la nueva adquisición. Orgulloso, brindó con un completo sin pickles.
Pero ya no había más liquidaciones. Al menos hasta el invierno siguiente. Ahora estábamos en plena zafra de pulmones.
Ciro se abre hacia un costado. Ve algo en una loneta cercana. Son páginas. Amarillas, marrones, azules. Paginas de libros olvidados. Paginas que nunca llegamos a escribir. Una habla de un viaje en Impala hacia al Este. Otra de conversaciones bajo el techo de quinchado. Dos cuentan la historia de los cuatro y el vodka. Ciro las pasa una tras otra. Devora lo que precisa y lo demás lo deshecha. Hace un gesto y me acerco. Pero cuando las tomo entre mis manos, se deshacen en polvo. Entonces él me las cuenta. Una por una explica las aventuras mas aburridas de alguien completamente normal. Pero le gustan. Sus ojos brillan y tengo que bajar la mirada. Los oídos siguen abiertos y escuchan. Y registran. Uno tras otro se clavan en la mente los recuerdos de gente que creo conocer aunque nada me diga lo contrario. Y Ciro los transmite. Es un archivista. Un ratón de biblioteca que guarda en ficheros todo lo que sucede. Y luego lo escupe de a gotas. Dosificado, cuidando quién es el destinatario de la confesión como si estuviese a punto de revelar el secreto de la existencia humana.
Por eso miro hacia el piso. Busco evitar la mirada reveladora. Me distrae la cola de un conejo blanco que se asoma bajo una mesa. El tipo me mira, entrecierra los ojitos rojos y se va. Lo sigo con la mirada y quiero ir tras él.
Pero la Mole me toca el hombro. Hay un hombre con un organillo y un monito. "En realidad el mono es el dueño disfrazado" dice la Mole. Y le creo. Siempre le creo a la Mole. Y comenzamos a alejarnos. Ciro se queda allí, la mirada clavada en mi espalda mientras la pequeña le tironea del brazo y lo aleja de Gus. De Jota, que conversa animadamente con una vendedora de pochoclo. De mi, que sigo mirando el conejo, como si nada de eso pasara en ese instante. Y Ciro camina hacia atrás, dando pasos firmes pero tambaleantes. Lanza una última mirada. Sabe que lo entendí. Aunque a veces parezca lo contrario.

viernes, julio 08, 2005

Rambla de carbones amarillos

La rambla se perdía lejos, en un punto difícil de distinguir. No sé si era el limite de la calle o el comienzo de la tormenta. Porque se acercaba una tormenta. Negra, maciza. Nubes redondas como jabones espumosos, algodonadas, llenas de agua infecta y oscura. Iba a llover en cualquier momento. Por eso esperaba. La Mole también esperaba. Me hacía compañía, aunque a veces no estuviera. Porque él se va de a ratos pero vuelve enseguida. Y asiente suavemente a mis preguntas, con un cierto dejo de sabiduría sobrenatural.
Mientras la Mole ocupa todo el espacio bajo el techo, yo me entretengo mirando la única estrella que en este momento me saluda. Me gusta la Estación. Pero no las palomas. Y en la Estación Central de Barkir la única compañía son las palomas y los ratones. Las palomas en realidad no son mucha compañía porque duermen. Duermen mucho. No les gusta trasnochar. En el caso de que alguna llegue tarde a la comunidad, es expulsada de inmediato. Hay pocos juegos de llave y a las 10 de la noche ya deben de estar todas colgadas en el llavero, el que está junto a la viga marrón, enmohecida por el tiempo... y por el moho. Es claro: el moho, enmohece. Nunca me gustó mucho la palabra moho. Es como si quisiera decir moco y alguien me pusiese una mordaza en la boca en el momento justo. Y así sale: moho.
Las nubes comienzan a moverse lentamente. Se van al sur, a la patagonia o algún lugar de esos. Dicen que les gusta el hielo y los glaciares. Yo tenía un amigo que quería ver el hielo y se fue al sur. Bueno, se llevó un amigo con él. Allá deben de estar los dos: Enrique y Cáncer. Hermosa pareja.
Ahora las nubes deciden hacer un firulete y volver hacia atrás. Yo agarro las llaves de mi vehículo y me subo. Le cuesta arrancar, como siempre. El bólido amarillo ya no es lo que solía ser. Corcovea, escupe humo gris y sale dando tumbos. Es el auto más rebelde que vi jamás. Ni Gus pudo domarlo. Pero me sigue gustando. Prefiero su rodar mundano y pedregoso antes que la comodidad eléctrica del botón. Vuelta a las manivelas. Recuperemos los ventanucos. El ABS no nos vencerá.
Enfilo por la rambla rumbo hacia el puerto. Dos containers de balancean en el aire. Danzan. Bailan al son de una música de fierros y metales preciosos. Músicos coreanos, polacos y rusos ejecutan una hermosa sinfonía. Son la orquesta Inarmónica del Muelle Portuario. Los escucho atentamente mientras el checo acomete con su solo de violín. Mientras, el container azul hace un salto ornamental para posarse suavemente sobre la cubierta de un carguero. Ahora el coreano golpea con furia los timbales mientras un perro lame la nafta de un charco.
Una nube se posa sobre mi y comienza a seguirme. La Mole saca el encendedor y prende su armado. Ahora arma. Antes no. Yo siempre desarmé. Desarmé cigarrillos, religiones, parejas, vidas ajenas. Ahora opto por desarmarme a mí mismo. Y ando por ahí con los pedazos colgando, algunos a medio atornillar. Otros se sostienen por inercia o por algún pegamento muy potente de los que antes compraba. Ya no. No tengo ni dinero ni ganas. La Mole me pasa una oreja y da una pitada. No habla mucho, sólo mira. Quiere ir a ver el mar. Desde arriba del cerro. “Quiero ver el mar en un día de tormenta” me dijo. Y yo asentí. No le puedo decir que no. Mientras, él se rasca el costado, como siempre lo hace. Piso duro el acelerador. El frío se cuela por las rendijas del techo de lona. La Mole lo sufre más que yo. Su cabeza está a una distancia considerablemente menor del techo que la mía. Por eso sus rulos se agitan con el viento. Y el cigarro escupe sus cenizas hacia los costados a medida que ganamos velocidad. El cerro se acerca a nosotros. Las luces forman un camino elevado de fósforos encendidos, que se queman lentamente mientras el rocío les corroe las entrañas. La Mole me mira y sonríe. Extraño gesto que no hace más que aumentar mi incertidumbre. No me habla. Pocas veces lo hace. “Quiero ver como los rayos le pegan duro a la isla” había dicho. Y se calló. Por eso es tan grande. Las palabras que ahorra se van depositando en su estómago, a la espera de ser usadas, volcadas en algún sitio. El tiempo lo ocupa fumando. Inhala el aire con placer y cara de chino. Señala el cerro, mientras el humo escribe algo en el aire. La Mole está feliz. Por un rato, estaremos cerca de nuestra utopía diaria. La fuerza centrífuga de Ganímedes es muy fuerte y nos jala hacia el centro. Por eso aceleramos. El aire allá arriba es más fresco. Más puro. Y ya con respirar estamos contentos. Respirar. Fuerte hasta que los pulmones exploten. Y cuando estallan, los colores pueden verse desde toda la ciudad, que aplaude conmovida ante la partida de otro hijo.

Surfear la vereda

Era un pato. Yo lo pude ver. O quise creer que lo veía. El tipo vino lentamente nadando hacia mí, me miró y cuando quise preguntarle algo se hundió en el agua turbia. Jota no lo pudo atrapar. Ciro dormía, enrollado en su bufanda de boa que le apretaba el cuello hasta morir. Era un ser incorporado, un parásito infecto que se había instalado en su cuello desde hacía años. Pero a Ciro no le molestaba. La dejaba hacer y la quería como a una amiga. Y la bufanda iba con nosotros a todos lados y se pedía una vuelta de vodka con naranja, lo que más le gustaba.
El pato asoma la cabeza por el espacio entre los dos asientos de adelante. Me mira y se vuelve a hundir. La radio escupe música armoniosa. Creo que es « No rain ». Me río por la ironía y miro al cielo. El viejo me odia, yo lo sé. No le gustó que lo insultara en la ruta. Menos cuando mi niña tuvo que irse temprano, a solo cinco años del amanecer. Ahora le hace guiños a mi hermana, le tira piropos y le promete el paraíso eterno. No puedo más que mirarlo fijo. No le temo, pero el vidrio que nos separa es cada vez más grueso. Por eso ya no me escucha, ni yo a él. Por eso me manda sus aguas inmundas y podridas.
Ahí está la bayerischen de Gus. En el medio del océano. Un océano que va de vereda a vereda. Flotamos a la deriva y nos dejamos llevar, mientras Gus golpea infructuosamente el volante. No hay electricidad. No hay arranque. No hay escapatoria. Sólo hay que esperar que el diluvio cese y las aguas bajen. Jota dibuja seres deformes en el vidrio empañado. Ríe como un poseído y cinco o seis pequeños de antenas puntiagudas se escapan por una de sus orejas y se cuelan por la rendija de la ventana. La mente de Jota nos habla. Tiene miedo de quedarse a solas con él. Y con nosotros. Gus no entiende que pasa. Empina la cerveza y se rasca la nuca. El pelo parece una maraña desubicada. Gus grita. Mira por la ventana y grita desaforado. Es un idioma extraño que sólo él entiende. Palabras importadas de otros lugares, de otras culturas. No sé. Ciro sigue durmiendo. O haciendo que duerme. El ojo derecho parece controlar todo. Es que Ciro no puede dejar nada librado a la suerte de los demás. Y cuando lo deja, los cuatro ya conocemos lo que pasa. El pato se escapa por la ventana de Gus, que en ese momento comía una hamburguesa. Completa, con carrito, bujías y mangones. Jota y Ciro hablan. Siempre hablan. De mundos raros, de colores y plasticinas. Y yo estoy por ahí. Pero en realidad no estoy mucho. Hago la plancha y floto sobre el agua. El pato me empuja hasta la boca de tormenta, donde el caudal se vuelve cascada. La lluvia cesa y el primer rayo de sol aparece atrás del nylon negro que cubre el cielo. Y nos ilumina. El viejo me sigue necesitando acá. No sé para qué.

martes, julio 05, 2005

Ieru

Conozco la palabra. Es fácil. De chico la repetía más seguido, seguramente a causa de las muchas veces que hacía algo que no debía hacer. Mi boca siempre fue más rápida que mi cerebro, emitiendo palabras feroces, rápidas. Uno atrás del otro salen los buques de defensa, mi primer armadura. Y tras esa boca desencajada, echando espuma como perro rabioso, se esconde el espíritu frágil de alguien que no sabe dónde está. De alguien perdido, sin rumbo. Sin una brújula para guiarse.
Y cuando me encuentro con personas como vos, es cuando mi furia se desata con mayor ímpetu. No sé por qué. Pero pasa. Los dardos envenenados salen uno tras otro y se clavan en lo más profundo, en lo más doloroso. Quizá sea el arma del que no sabe defenderse diferente, del que tiene miedo a ser tumbado antes que pueda ensayar una mínima defensa. Porque sé que es así. Porque vos tenés las armas para hacerlo, para dejarme tirado sin respirar, pidiendo clemencia. Pero no las usás. En cierta medida me temés. A lo que haga. A lo que pueda decir. Por eso me adelanto y antes que puedas hacer algún movimiento ya estoy sobre vos en un salto felino. Y muerdo. Muerdo fuerte. Me protejo. Es todo un asunto de ataque y defensa. De protegerse y ser protegido. No es fácil abrir el caparazón y dejar entrar a todo el mundo. Nadie está invitado a mi fiesta. Quiero pasarla solo. Sin más invitados que mis egos y mis reflejos en el espejo. Y me miro, a veces de costado y pocas veces, muy pocas veces de frente. Y a veces vos lo lográs. Podés girar ese espejo y ponérmelo delante de la cara para que me pueda ver la punta de la nariz. Y el mundo se empieza a desmoronar, a caerse a pedazos cuando veo que lo que soy no es lo que es. Desde adentro empieza a trepar la bestia dormida y me ataca. Me golpea una vez, dos, tres. Me resisto a caer pero ella empuña una arma mucho más poderosa. Vos la ayudás. Le das apoyo. Y ella me consume las tripas y a mí me duele. Me duele mucho aunque crea que no puedo hacer nada a cambio. Sé que el problema no está en cambiar, en tratar de evitar mis demonios. El problema está en hacerlo. El mundo está lleno de teorías volando por allí, pero a veces cuesta sacar el calderín y bajar una a tierra. Y quiero que me ayudes. Que estés al lado mío. No que me sigas, de lejos, como una geisha descalza, sino que permanezcas cerca, donde te pueda ver, donde sé que siempre vas a estar. Porque es más el sonido del vacío que queda cuando desaparecés que la furia inmensa que siento cuando hacés esas cosas que vos hacés. Por eso lo digo, una y mil veces si es necesario. Repito esa palabra. Sé que no me redime ante las culpas que cargo, pero por lo menos te demuestra que puedo darme cuanta cuando me equivoco. La repito. Pero para adentro. Vos sabés cuál es.

Pastizal

¿Por qué me cuesta tanto moverme? ¿Desplazarme como una persona normal entre tantas matas inmensas de pajonales que no me permiten ver con claridad y saber qué es lo que hay del otro lado?
Porque siempre creo saberlo. Y si no lo sé, lo invento. Creo historias inverosímiles muchas veces, pero otras cargadas de una sinceridad que ni mis ojos pueden ver. Y la verdad emite destellos que me hacen entrecerrar los ojos. La pupila se empequeñece y no se puede mirar. Fijo. Entonces optamos por seguir de largo y observar la vereda de enfrente, seguramente mucho más hermosa que ésta que acabamos de transitar. Pero en el fondo, muy adentro, sabemos que evitamos el brillo.
No te tomes la vida en serio, al fin y al cabo no saldrás vivo de ella.