martes, agosto 30, 2005

Olor a tierra

Y llega la lluvia.
Y me purifica el alma,
liberándome.
Y después la calma.

Y descanso.

miércoles, agosto 24, 2005

El suicidio del otro

No importa si eran azules. Si eran malva o magenta. O si eran perlados, brillando en la oscuridad como dos linternas fluorescentes, alumbrando los huesos del más precavido de los mortales, exponiéndolo a las desventuras más forzadas.
Los tuyos eran normales, casi del color que tiene el río cuando quiere transformarse en otra cosa. Y se agitaban. Bailaban una danza desquiciada en las cuencas que los contenían, frenéticos, ansiosos. La vida se les escapaba por los resquicios y ellos la perseguían con redes de agujero pequeño. Yo lo sabía. Entonces los miraba desde mi silla roja, incómoda, mientras ellos practicaban el ejercicio de la ignorancia. Un brillo azul recortaba tu perfil, invitándome a esculpir en un mármol virgen.
No debía arriesgar más. Pero quería bañarme en tus pupilas, sumergirme y nadar por horas en el mar negro y hondo, aún sabiendo que las profundidades debajo mío escondían los peores miedos y pesadillas. Estaba atado a la silla, sin poder moverme. Una fuerza me mantenía quieto, inmóvil mientras mi cerebro te besaba en silencio. Podía verme sobre vos, mis labios moviéndose suaves y cálidos mientras te dejabas querer, dejándote arropar por los brazos lívidos que te abrazaban sin esperar nada.
Yo me miraba. Me miraba de lejos, tímido de intervenir en una pasión ajena. Y me veía quemándome. Las llamas subían por mi espalda y devoraban mis piernas, mi pelo, mis brazos. Una fogata inmensa que amenazaba con su calor expansivo. Yo en mi silla. Quieto. Sólo unas chispas, pequeñas brasas olvidadas, llegaban hasta mis pies.
Desde mi silla veía el brillo del anzuelo, blandiéndose en el aire para caer en mi pecho, próximo a destruir la endeble estructura de mi seguridad. Y me veía enredado entre los lazos de metal invisible que te rodeaban. Tu veneno tenía un aroma atrayente y yo conocía los síntomas, las contracciones involuntarias del cuerpo que provocaba tu fluido cuando vos te ibas.
La silla aumentaba su fuerza de sujeción. Y yo estaba de pie, frente a vos. Y debía hacerlo. Sabía que cada mirada en esos ojos era un salto al vacío, una caída de mil pies sin paracaídas. El abismo era inmenso, pero quería perderme para no volver a salir jamás. Para sentir que la luz ya no estaba allí conmigo, que nada valía más la pena que pasar el resto de mis días sumergido entre paredes oscuras, ásperas, sintiéndome un insignificante pedazo de nada.
Me aferré a mi silla para no sucumbir ante lo que se hacía inminente. Y me pude ver, perdido en medio de tus caprichos. Y vi como me besabas lento, congelándome el cuello con tus labios polares. La fuerza se desvanecía tan pronto como tus párpados comenzaron a abrirse. Tan pronto como lo que hacías era lo que siempre buscabas, pero no lo que querías. Y te alejaste, lenta, con tu cola de colores estrellados reluciendo en noche olvidada, la mirada hacia atrás en gesto último de despedida. Yo en mi sillón etéreo, tras el vidrio de la caja de cristal. Solo, más solo de lo que nunca había estado. Y yo también del otro lado, mirando como te alejabas, estrujando mis vísceras en un puño cerrado, violento. Tirándolas con fuerza contra mi vidrio transparente, ahora manchado de roja desesperación.

miércoles, agosto 17, 2005

Escalera de humos

La señora ofrecía vahos. Aspirar montañas de humo espeso y gris, que se elevan lento y se pierden más arriba, allá donde las hojas dejaban de ser verdes para ser nubes. El líquido estaba depositado en recipientes de plástico, amarillos, naranjas, algún azul escondido. Sólo había que elegir. Y apurarse, porque un sinfín de rostros ajenos se detenían detrás de mí, esperando su turno.
El dedo señalaba rápido, antes que la idea se convirtiese en orden transmitida a la boca. Ya estaba apuntando, marcando rígido hacia un caldo naranja, apoyado entre un par de velas de ribetes coloridos. No era el que hubiese elegido, pero el dedo era más veloz y ya estaba tocando, hundiendo su yema en la superficie opaca, veteada con anillos de colores tornasol. Quemaba. El líquido quemaba, pero la sensación era agradable. Me gustaba estar en medio del infierno, sintiendo cómo la planta de los pies se chamuscaba por debajo, percibiendo el olor a goma quemada, los carbones saltando, las chispas rojas de furia emitiendo silbidos cuando salían despedidas por el aire.
Revolví la mezcla y el humo empezó a ascender, llevándose consigo los restos de un anterior cliente. Lejos. Y distribuyéndolos en lugares infinitos y alejados, que nunca conocería. Más allá de mí. Más allá de Tristar.
Acerqué mi cara lentamente, invadiendo la superficie aérea como una cuña, introduciéndome en el flujo y sintiendo el calor. El aire impregnado entraba por mi nariz, se mezclaba con la sangre y se bombeaba hacia todo el cuerpo. Los pies, las manos y un pulmón enajenado, el que todavía sirve. Todos recibiendo el mensaje cósmico que los vapores llevaban. El dedo continuaba dentro del recipiente, esperando ser el elegido, el preferido digno de un trato especial. La otra mano sujetaba el pelo, procurando que las hebras no cayeran sobre la vela de la izquierda, que flameaba enloquecida por el viento. Los ojos estaban cerrados. No veían más allá de lo que la oscuridad de adentro les permitían ver. Aros metálicos, elipses y formas cónicas, todos bailando en un mantra desgastante. Por eso los ojos miraban sin ver. No querían conocer lo que había dentro de las cuencas que los contenían. No les gustaba mirar hacia adentro y tampoco transmitirme los resultados de la búsqueda. Entonces volvieron a abrirse. Más que nunca. Y miraron fijo, entre la niebla fina que empezaba a disiparse. La gente pasaba, agolpada, furiosa en una marcha sin fin ni comienzo. La feria de Tristar siempre era así. Y entre todos ellos, entre toda esa gente sin rostro ni pupila, te vi detenida en el tiempo, flotando en la nube silenciosa que te obligaba a moverte distante, elevada. Estabas estática, observándome, analizando mis movimientos para planear la próxima jugada: las piezas en su lugar, el músculo tenso, expectante.
Mis ojos seguían abiertos, no reaccionaban. Quise decirles algo, transmitirles un movimiento, que emitieran destellos de luz, que se transformaran en bolas coloridas. Pero no pude. Las palabras no salieron. Y tu nube empezó a moverse, desplazándote hacia un lugar del que nunca podría sacarte, al que nunca podría llegar.

A alguien le cabe el sayo

Un día él se despertó. No fue gracias a mí, ni gracias a la pequeña. Fue la bestia negra, que avanzaba babeando, tirando furia y ternura por los cuatro costados como una máquina que desconoce lo que hace.
Entonces lo pude ver, lo pude oír. Lo tuve cerca y creí pedirle un abrazo. De esos que nunca daba, los que no tenía o creía haber perdido en el camino hasta su rincón oscuro. Y él se transformó en crío indefenso por un rato. Y ese niño tímido lloró por unos minutos descargando lágrimas oxidadas y guardadas por años en cajas de depósito, acomodadas por fecha y número de inventario. Pero así como apareció volvió a esconderse en las profundidades de la caverna que tenía en el pecho. Y en el alma.
Cada gota de su llanto sabía a secreto nuevo, a revelación. Entonces encendí mi antorcha y quise adentrarme, recorrer los pasadizos ocultos que él no quería revelar. Y la luz mostró pasados de noches solitarias y frustraciones de delgada palidez, de caminatas sobre baldosas cansadas y ramblas con amigos efímeros como los tres meses del verano.
Y en cada cuarto, en cada compartimiento que se mostraba ante mis ojos, una llamarada crecía desde el suelo y consumía las fotos, las voces y las lunas. Devoraba pasados transformándolos en cenizas sobre las que construir un presente con máscara. Una cara de piel de metales y expresiones rígidas. Y por debajo, el mismo niño indefenso que sacaba punta al lápiz de dibujo, solo, en su cuarto, mientras la luz callejera de un sábado empujaba la pelota por el pasto.

jueves, agosto 11, 2005

Para Nan

No es tan difícil, pienso. Y me sumerjo en el lago de aguas frías, quietas, sosegadas tras la tormenta de verano que pasó como exhalación, arrastrando tras sí a una inmensidad de seres innombrables.
Los lentes de cristal grueso me permiten ver a la multitud que me aclama, mientras vos te parás entre la gente. Y de entre todos ellos, de entre las caras más famosas que me ofrecen sus dineros y las promesas del paraíso eterno pero aún a pesar de ellos te hablo a vos. Tu sonrisa es la única entre un mar de caras ajenas. La única que me consuela con la sola presencia de su corazón en mi mesita de luz. La única que puede conmoverme en un simple gesto pegado a la oreja, en una nota de canción olvidada que se estrella contra la pared de edificios espejados. Podés llevarme y hacerme subir a la nube, al deseado rincón que siempre quise tener por unos instantes, aferrado al pecho y luego cautivo. Vos. En segunda persona, no en tercera.

Desconozco el lugar donde la valentía se transforma en acción. Puedo mirarte durante horas y los labios me queman, y las manos quieren abrazarte y el cuerpo quiere tenerte cerca, invitarte a pasar a través de caminos de arena mojada, para llegar a ese médano que ya supimos subir, para aferrarnos a lo poco que nos queda, a lo único que puede perdurar en este mundo destruido, que quiere morirse igual que yo mientras las teclas siguen subiendo y bajando, mientras me destruyo frente a vos y te tiro mis pedazos, los últimos que me quedan. Y las lágrimas también van de regalo. Y me podés oír, sé que estás del otro lado, siempre cerca, siempre viendo lo que voy a hacer, planeando mi jugada y previendo la tuya, en una feroz partida de ajedrez en la que siempre vencés. Y te dejo ganar, porque disfruto viendo tu cara, sintiendo tu sonrisa de dientes de perlas desiguales, que reflejan mis aromas y mis amores. Todos los que te doy y los que no. Los que te niego y los que podes entrever.
Ahora solo escupo. Tiro sobre este papel los caracoles espiralados que se trancan en mi garganta y siento el nudo liberarse, de a poco. Sólo para que vengas con tu mirada que salta de lugar en lugar, que carga la maza que puede aplastarme contra los confines del mundo, que porta las pupilas como metralletas enfurecidas, disparando balas a mi sien para que ya no pueda girar el cuello y mirar a otro lado, para que mis ojos no salgan de encima tuyo, para que no puedas sentir que me voy.

Y pasan los años y se guardan en tu mochila. Y se pegan en tus pañuelos. Y se enredan en tus championes de cordones rojos. Y en tu buzo negro, el que cubre el cuello más gracioso que pude haber visto jamás. Hoy las llamadas se agolpan en tu casa, piden permiso para pasar. La gente se arrastra hasta tu puerta. Los amigos y los no tanto. Y los no tanto son cada vez más. Vos los dejas pasar. Te divierten sus muecas tristes, sin sentido, ni para vos ni para ellos. El circo es bueno, porque evade la realidad que quiere pegarte una bofetada. Pero hay días en que tu memoria no se queda contigo y viaja por la ventana hasta una estrella, para que le cuente qué hago, cómo estoy y si la vida me sonríe o persiste en darme la espalda, jugando a un juego de escondidas interminable. Entonces seguís apareciendo frente a mí, corporizada como deidad que no puedo tocar o como la más simple de las mortales, con la carne suave que invita a ser quemado en el ultimo de los infiernos.
Querías sentirte mujer y ser amada y besada hasta que la carne viva regara de sangre tu estómago delicioso. Y yo te bese, una, dos y tres veces. Nunca me permitiste el cuarto porque las cuerdas podrían atarte a los pies de la cama. O eso pensabas. Y cuando preparo mi boca para dispararla como cohete lunar otro timbre en la puerta te tironea del buzo, del poco abrigo que llevás.
Y me decís que no, que nunca fuiste mujer y siempre pasaste por niña. Quizá si. Niña con dedos de terremoto, niña que conmueve los cimientos de mis endebles estructuras y las hace caer como castillitos de arena. Y vas derribando torres, pateando mis murallas construídas en tardes de esfuerzo mientras el sol caía incendiado tras el horizonte. Y hoy la mujer pasa por delante de mí y la deseo más que nunca. Me queman las manos y no las puedo dejar en los bolsillos. Las palmas son bolas de fuego que quieren incendiar tu rostro de líneas simétricas. Y tus ángulos, tus cuadrados y polígonos.

Hoy quiero emborracharme en tus oídos, meterme en tus ojos de mares marrones que se agitan como el océano que tenés adentro. Agua contenida, buscando un cauce por dónde salir. Tus océanos me saludan, hacen señas de luces para que los ayude a escapar. Y vos construís represas, gigantes paredes de hormigón que enlentecen la furia descontrolada y generan lagos de agua embalsamada. La presión te consume, te asfixia, mientras el nivel sigue subiendo y ya no podés contener el caudal. Pero tampoco dejarlo huir, escupiendo ese montón de amor y cariño que me busca y me persigue por los restos del mundo. Crees que ya no hay caminos, que no quedan más salidas. Entonces el mar decide morirse, entregarse a la misma monotonía de siempre. Ocupar su tiempo en cursos innecesarios y tareas que eviten la fuga de la cabeza. Por eso nunca decidís irte y arrojarte a las fauces del volcán.
El abismo te invita a pasar al living del lugar más cómodo, a la cocina donde tus piernas me apresaban, al sillón donde la televisión se volvía cómplice, silenciosa, para que nadie supiese que un plan secreto de confabulaciones se armaba allí; a las tazas que me conocían y me saludaban cada vez que volaban hacia mí con su relleno de café con leche, cuando tus pies descalzos eran suaves raíces que el suelo no quería aceptar y la arena recordaba las huellas profundas de cuando éramos uno encima del otro.

Yo no quiero tus halagos constantes. No quiero ni los championes, ni la arena, ni las tazas, ni las televisiones para gigantes paquidermos. Solo necesito que me dediques una ultima mirada, una sola, para dejarla allí, descansando en mis pupilas con sed, bebiendo mis besos que ya no pueden ser de nadie más. Que te aferres a mi cuerpo, mientras tu dedo tímido recorre mi espalda, que siempre quiso conocer.
Mientras escribo los árboles se agitan furiosos con el viento del mar, que les arroja sal y los conmueve en destellos de violencia. Tom me sigue gritando desde el parlante. Y me arrastra más abajo aún, hasta el charco de agua infecta, esa que no te gusta escuchar ni sentir. Porque no la conocés, porque nunca tuviste el traje de buzo ni fuiste a las entrañas de tu propia decadencia. Yo vivo allí, saltando entre mis múltiples restos que ríen ante los desesperados intentos por salir, por seguir adelante. Nuevos pedazos siguen cayendo y me ocultan la visual. Y no puedo ver el sol ni el rayo de la última luna. Ese que te robaste para guardar en la caja de tu mesa de luz, junto a mi foto, mis dos fotos.

Hoy no puedo controlar los dedos, que aporrean como desquiciados las teclas que no responden y escriben las antologías más olvidadas, las metáforas que evaden lo que verdaderamente tendría que decirte. Y mi boca se hace a un lado, poseída completamente por un cerebro inútil que quiere ser director. Y que manda, que da órdenes sobre aquello que debo dejar atrás y lo que debe empezar a nacer desde algún lugar de mis entrañas.
Y busco la manera de decirte las palabras que no te puedo decir, a veces porque ellas se resisten a salir y otras porque el candado que pongo en el portón es más fuerte que mis propias habilidades. Las letras se revuelven y forman incongruencias que se amontonan entre mis dientes; y algunas resbalan por la lengua y muchas quedan aferradas a los labios. Otras se suicidan, y caen en charcos de cerveza o en tazas del café con leche de la mañana. O de la noche, es igual. Pero ninguna dice nada. Todas las palabras son tímidas y se llevan los secretos a su casa. O me los dicen al oído, bajito, para que no puedas escucharlos. La bodega de palabras que nunca salieron se transforma en un galpón gigante y las cajas llegan hasta donde la vista no puede distinguir más que formas cúbicas. Y más palabras siguen llegando, luego de rebotar contra la pared de mi cordura.
Pero algunas descubrieron un hueco, un pequeño agujero por donde escapar para ir a arrojarse a tus brazos, a los dos pequeños refugios de tu pecho donde quieren quedarse para siempre. Y no volver a irse, no volver a mi cueva sombría donde sufren de torturas de soles sin luz y cantos sin notas. Y ahora todas corren, agolpándose junto a la escalera que las conducirá a un destino nuevo. Se van elogios, sentimientos callados y ganas de hacerte más que amores. Todos huyen por el camino. Y el te quiero también se va, perdido entre tanta maraña de piernas times new roman y ariales. Sabe que es la única manera de escaparse, de llegar a vos. Aunque sea por una vez, aunque sea hoy, cuando vos festejás y yo derramo lágrimas, no de tristeza ni de dolor. Lágrimas de ver una fotografía añeja, una y otra vez, en la que sonrío feliz y abrazo a mi memoria, que se vuelve transparente. Y puedo tomarme los aviones, puedo ir a Sumatra o a Borneo, no importa. El cerebro lo llevo conmigo pero algo queda acá, por si te decidís a volver, por si un día necesitas a alguien, porque sí. Por si las moscas.

Siempre fue así y será muchas veces más. Aunque la vida me deje tirado de a ratos o todos me tilden de loco, de idiota, de lo que sea. Y el te quiero se escapará mas veces, muchas más, mientras sigas ahí, del otro lado de la línea, escuchando mis silencios, mis sombras solitarias, mis aventuras a las cinco de la mañana, cuando la hora te pincha la espalda y te hace salir corriendo, dejándome un beso en varios idiomas y la retina hinchada, cansada de ver amores transparentes.

lunes, agosto 08, 2005

Ranas en mis pantalones

Hay una vena que quiere estallar, romperse en mil pedazos y bañar la mesa de la sangre más infecta, desgastada, cansada de años de viajar por las tuberías sin recibir el calor de un beso lento. Ni la fuerza del abrazo del abuelo, con palmas en la espalda. Sangre de ojos que bailan ansiosos, buscando el lomo de un libro, ordenado desde el azul al rojo, ese que era para mayores de 12. Sangre con personas de plástico, paradas en un estante mirándome estáticas, gritándole a mis manos para ser movidos, animados en otro juego eterno donde mi egoísmo le ganaba a los gritos de los primos, de los hermanos, de los vecinos de enfrente.
Pero el torrente pasa, se reduce el globo violeta amenazante y las imágenes vuelven a su recorrido diario, trepadas en un cauce veloz que las sepultará en un agujero negro, oscuro, más allá del alcance de mis ojos.
Y yo sigo caminando, solo, pateando las piedritas y las ranas que se ríen con mi esquivar de baldosas. Y la Mole atrás, pisando las que yo dejo. Acompañando pero sin estar. Como casi siempre. Y de a poco, el humo de las chimeneas se convierte en líneas grises que dividen el horizonte y lo transforman en una jaula de nubes que sólo los pájaros pueden atravesar. Y cuando nos alejamos, cuando torcemos el camino que ya no es más recto, ahí las chimeneas desaparecen y la senda nos golpea en la cara. Y nos dice que apuremos el paso, que corramos. Y lo hacemos, presurosos por llegar a ninguna parte, olvidando las veletas por el camino. Y los que se agarraban a mis bolsillos, los que viajaban aferrados a mi espalda para aprovechar el movimiento se marean, sufren el vértigo de la velocidad que desarrollamos, flotando sobre campos sembrados de pastos altos y verdes. Entonces comienzan a soltarse, cayendo en el camino que ya es una pequeña línea allá abajo. Algunos no tienen paracaídas, otros usan el paraguas de Magritte. Pero no nos importa. La Mole es feliz y planea con los brazos abiertos y los ojos cerrados. Y el tamaño de su cara es mayor que el de siempre, porque la sonrisa no entra en la boca y decide ocupar todo el espacio. Yo me convierto en círculo, casi vicioso, y lo persigo de cerca porque a veces su radar es mejor que el mío.
Luego miramos hacia abajo, y el río se ve como un charco infecto, lleno de gusanos y lombrices que no hacen más que retorcerse, sin saber donde está la cabeza y donde el culo. Y se muerden unos a otros y de los pedazos surgen nuevos seres, parecidos, pálidos, girando en círculos sin avanzar a ninguna parte.
El aire nos golpea cálido y nos envuelve. Y podemos seguir en nuestra carrera loca, desquiciada por abandonar a las ranas del pantano. Y al mirar hacia atrás, los vapores húmedos que se elevan del suelo y las charcas inmundas y llenas de porquería se vuelven una fotografía, un pedazo de papel entre las manos. Y lo extrañamos, pero de lejos. Sin conocer lo que viene adelante pero queriendo dejar lo que nos moja desde atrás y transforma las alas en dos telas pesadas, que cuelgan a ambos lados del cuerpo.
Y en el medio, un vacío lleno de luces y guirnaldas de colores, un prisma de paredes altas con el trampolín al final, invitándonos a saltar. Y allá vamos, queriendo ser algo no tan diferente a lo que siempre fuimos, tirando pedazos de pasado al basurero más cercano. Ése que está cerca del camino que nos lleva directo al principio del fin.

miércoles, agosto 03, 2005

El miedo a las sombras

Estaba quieto, detenido en el cruce de las dos calles. Ambas eran de piedra, de restos de bloques que alguna vez supieron ser suelo mucho más honroso que una repugnante calle en medio de ninguna parte.
No había grillos. No había ruido de estrellas abandonadas, aullando por ser un punto brillante condenado a relucir por el resto de la eternidad. El cielo se transformaba en una sábana violenta, sin valor para enfrentar las nubes de tinieblas que trataban de acosarlo. Se disparaban relámpagos, en fuego de salva que atravesaba mi única ventana a ese techo lejano, visto a través de un descompuesto fresno. El árbol imploraba al cielo, las ramas extendidas en muda desesperación por ser llevado. Lo mismo el de al lado. Y el otro. Nadie quería permanecer allí, viendo como los restos se consumían o eran devorados por sombras de sonrisas voraces.
Mi campera amarilla era un punto de oro que se movía con duda, con pasos que esquivaban baldosas flojas para no sentir el frío en la pierna. Ya no miraba el piso, ya no jugaba a distinguir mis pisadas de años anteriores. Ahora caminaba con la vista perdida en los techos, saltando de una antena a otra, de un borde de cornisa rugoso a la fachada de un edificio enano. Buscaba las sombras. Buscaba a los seres inexplicables, que flotaban en vuelos rasantes por lugares que no les pertenecían. Se reproducían tras las lluvias, hongos infectos en busca de monedas y televisores. Y salían en hordas de uno sólo, o de dos. Y acosaban. Y generaban el miedo que les permitía moverse con calculada impunidad. Mientras, la gente de Barkir se refugiaba tras gruesas vigas de metal, tras puertas dobles y triples que les impidiera ver lo que estallaba ante sus ojos con furia que enceguecía.
Yo tampoco los quería. Pero los sentía cerca, revoloteando como bandada de moscas prontas a succionarme la sangre. A veces los veía, uno atrás del árbol aquel, otro agachado tras la esquina. Y no sentía miedo. Era curiosidad. Ganas de ser algo, un punto amarillo lejano pero que todavía conservaba su dignidad. Y por eso corría a avisar. Por eso levantaba el teléfono en busca de ayuda. Y podía sentirme bien, abriendo el cofre y dejando bien ocultas las cobardías anteriores. Y por un momento creía ser diferente al resto. A toda la comunidad de despreciable chatura que me rodeaba. Al promedio de los rostros que deambulaban por la rambla del río Foto. Por un momento. Hasta que los volví a ver. Y esta vez giré la cabeza y continué caminando, creyendo que mis estúpidos motivos eran suficiente excusa para permitir que las sombras continuaran volando sobre techos ajenos.
No te tomes la vida en serio, al fin y al cabo no saldrás vivo de ella.