martes, abril 25, 2006

Cajita de terciopelo negro para vos

Y cuando dejaba correr la mano por los renglones, cuando miraba los techos de esa ciudad bajita, la puerta de enfrente bailaba sola, el cuarto lleno de oscuridad y ese señor que presionaba para que la mano buscara actividades con propulsión a alcohol. Ya ves.

Y ya entonces era noche negra de puntos brillantes. Y ya me cansaba de buscar mis pasos en pedregullo ajeno, un piso que desconozco y dejarme guiar hacia el placer por vos que sos todo y podés ser nada a la vez con una velocidad pasmosa. Ahora astillando mi cuerpo, en abrazo del que no quiero escapar nunca. Y otras veces desapareciendo adentro de una cueva subterránea. Y yo que soy tan poco adicto al buceo.

Ese ayer vibraban glóbulos, saltando enloquecidos en el torrente por llegar; porque era la hora de la explosión, tuya y mía; Orejas élficas en mi radio visual y vos que las tapás y yo que no y así por unos minutos-calle de balastro. Primero una. Y después muchas. Yo en ciudad desconocida, vos relatándome los nombres de los pastos. Entonces me dejaba tironear, feliz de títere lujurioso, hasta donde te dictara la conciencia. A consumirnos, como tantas otras veces, consumirse en gotas, en pelo que se enreda y los ojos cerrados de piel mirando al cielo; porque hay momentos en que sí podemos negar la inmundicia que se esconde debajo de la cama, dicha poderosa jugando arriba de mi almohada, contigo y conmigo abrazados.

El mundo estaba estridente y nosotros que ya estábamos cerca, preámbulo de luces coloridas que no importaban porque el iris ya sólo veía el otro/contraparte, espejo de bocas y seguir así hasta la puerta incrustada en pared de ladrillos.

Pero dios llamó. Dios agarró su celular último modelo, cámara de fotos y tubo de luz bajo el guardabarros, desgrasando sus venas en torrentes de sebo mientras el celular no dejaba de sonar y el que jugaba a bolos con figuritas de dominó. Dios llamó, lejos, su nariz de queso rancio, gesto delicado de la mano de raíces violetas incrustadas, cauces sanguíneos llenos de materia putrefacta; porque ya siente como se le queman las entrañas y no puede hacer nada; ya siente como se le cae el mundo de idioteces que logró construir, pirámide con base en punta y la felicidad siempre escurriendo hacia abajo; llamabas, ja, dios, llamabas y querías enquistarme tu culpa desagradable en medio del cerebro. Regalarme un peso enorme para el resto de mi eternidad de pocos años.

Entonces yo estaba ajeno. El cerebro que trataba de comprender lo que pasaba, abriendo paso a machetazos por la laguna de whisky. Las manos no, ellas vida propia, jugando su juego de escondidas. Yo estaba ajeno; ajeno a muertes, ajeno a carnes ajenas, ajeno a vos, pequeña, que empezabas a acumular lágrimas mientras las líneas negras de los párpados se te dibujaban verticales, cárcel de pómulos rojos; y vos que no te rendías, premio a entregarme un poco de calor durante un rato más, aún cuando retazos de tu álbum familiar debían irse de la tierra porque a algún señor se le antojaba. No te rendías, y yo agradecía porque siempre tengo escondite seguro cuando tus brazos se vuelven frazada y ya no hay monstruos vengadores del espacio que ataquen mi cama. No te rendías, pero las ganas de refugiarse en mamá eran suficiente anzuelo. Y yo lo entendía, sabés que lo entendía.

Entonces yo cerré puertas y abrí otras. El vehículo, antes esfumado en rayo láser ahora destilaba su llegada en reloj de arena. Tu cuerpo era un ser liliputiense, hecho un ovillo en la palma de mi mano. Y el señor dios que decía que sí, tentando de manzanas, peras y naranjas, bolas coloridas en mi sien; poniendo fotos de almanaque camionero delante de mi rostro.
Pero no podía, mi cuerpo exigiendo respuestas a la demora y vos ahí, ser indefenso rogando un abrazo fuerte y luego dejarse, hombro/flotante junto a mí, porque tu espíritu de geisha servicial quería quedarse jugando apuestas hasta el amanecer. Mis manos pulpo no podían dejar de agarrarte y vos que te diluías, porque el dolor ya te traspasaba la existencia y querías dejarlo afuera, perdido en otro lado sin pasaporte.
Y pude verlo, tu corona se encendía y los ojos de negro discutido destellaban; los ojos de negro devorándome las tripas porque cada reflejo es un llanto que se acumuló en algún rincón del planeta y ahora decide resumirse en tu mirada; los ojos de negro taladrándome la sien sin preguntas, y todas las respuestas que ya son tuyas.

Te abrazo como esponja. Y la cápsula se forma, redonda de cuerpos imperfectos, para que nadie pueda pasar. Para que la eternidad dure una noche de cama de uno. Para sentir, al menos, que una mitad puede completarse unos segundos.

del 15/04/06

jueves, abril 13, 2006

Fragmentos de noche en clave verde

Llamaste. Y fue justo en el instante en que yo me preparaba a lanzarte un misil tierra-aire, flotante en el arsenal; Porque ahora cada letra que tengo que escupir se vuelve una partida de ajedrez calculada. Por eso detengo los engranajes lanzados a velocidad ultrasónica, me siento, planeo la estrategia y de a poco se van descolgando las letras. Nunca solas, el sacacorchos tironeando fuerte para que la frase empiece a cobrar el sentido que ella sabe tiene guardado pero no se anima a contar.
Mis dedos saltan alborotados por el teléfono-teclado-botones, temerosos de levantar la vista. Y del otro lado, parada exactamente en el centro de mi campo visual bailotean los ojos verdes. Porque todos son verdes mientras no se demuestre lo contrario. Y allá voy, desencajado, mandíbula batiente a idear una estrategia mortal, desembarco de paracaidista en el techo de su mundo.
Esta vez llamaste. Ella. Vos. El bolsillo vibraba y parecía querer alejarse de mi cuerpo, pedazo de vida enquistado en mi cuerpo putrefacto, buscando desprenderse, liberación eterna. Y allá corría, atrás de los bolsillos de mis pantalones con calderines de agujero fino, sin dejarlos ir lejos, capturando las palabras de todas las ellas que de repente se atrven a surcar mi aire.
El movimiento del teléfono arrancó en la ingle y se propagó hasta el iris, porque sabía que esa pantallita azul podía tirar siete mil millones de verdades por segundo, cada una remontándome lejos o estallándome los dientes contra el cordón de la vereda. Y luego vi tus letras. Y vi tu mensaje. Y, más o menos, te vi del otro lado, vos inmersa en vos, yo nadando en piscinas olímpicas llenas de cuerpos mutilados, sin ojos donde rebotar la mirada. Estabas del otro lado y la pantalla traslucía verde esmeralda porque cada fibra se tiñe de ese color cuando iluminás-potencia un pedazo de mi noche.
Así manejé; y esos tipos, los Good Fellas, gritándome incoherencias -gracias Pedro- y sus teros que se paran en el campo a mirar la helada y yo me deslizo por las calles sin gente; y cada esquina se vuelve niebla rosada, sol pequeño lanzando rayos a través de la tormenta fantasma.
Manejé rápido: diez minutos. Esperar media, la puerta que se cierra y salir a devorar Barkir; sr. Pepino acostumbrado al asfalto gruyere; compañero de noches en piloto automático.
Vos hablabas. Dedos gesticulando al aire y tu figura diminuta que se acomoda en el asiento de al lado y yo que no puedo creer como un perfil tan sutil puede dibujar tantas palabras en mi aire. Colocás las piernas en el asiento, indio con agujeros en la mirada, despresurizando mi armadura aislante. Luego la mesa, una cerveza y varias otras que llovían. Por un momento llovían cervezas, sin paraguas, cervezas flotando en mi vereda, personas de negro, conductores de TV y Anna Nicolle que traía otra tras otra; sonrisa servicial de domingo. Claro, era domingo; horas emparchadas en polifón, para acomodar mejor la cabeza que viene arrastrándose después de viernes-sábado de excesos de sangre.
Contabas cosas, yo atiborraba tu cerebro con millones de llamados de atención; niño insistente que levanta la mano, porque no puede ser el último de la clase, siempre en el primer banco y la maestra regañando por no dejar hablar a los demás.
Y dijiste algo del pecho. Del pecho que duele ahí, justo dónde termina. Y presioné. Presioné el final de mis costillas y un dolor agudo trepó por la columna, resonó en la nuca y luego bajó presuroso a la planta de los pies. Y explicaste, algo de la energía que se acumula, pecho cerrando corazón, armadura que protege la carne blanda, mancillada de relaciones fracasadas. Pero en ese momento ya no te prestaba tanta atención porque mi razón escéptica me obligaba a mirar para otro lado, un oído acá y el otro simulando un espasmo, la cabeza balanceándose a un lado y a otro, sonrisa irónica. El pequeño punto titilando, dolor con sala de espera que tapo con un telón oscuro.
Así se deslizaron horas. Así de deslizó mi presencia por un instante hasta que decidí irme. Hasta que mi cuerpo quedó abandonado en esa vereda, inerte pero sin dejar de mirarte; y yo me fui lejos -había un Jacaranda, ¿no lo viste?, enfrente, glorioso de violeta-.
Y te pude ver así, a la distancia como más me gusta, el vidrio blindado separándome del mundo; cada hora aspirando hacia el otro lado, un poco más frío, un poco más pedazo de nada que no sabe si está acá de paso o si su misión en el mundo todavía está por venir. Porque así deambulo, dando bandazos y las paredes que me devuelven a la ruta, la misma que camino solo, la marea caminando en contra y algunos pocos que se van subiendo en las paradas, unos metros de compañía y copilotaje y vuelta a bajarse, para seguir arrastrando mi bulldozer amarillo hacia aquella raya verde en el horizonte, no sé porqué, pero la raya haciendo guiñadas que dicen "que por acá es".
Después me hiciste volver, porque tenés un poder maravilloso para empuñar la honda y desarticularme las nubes; la discusión fue y vino, intercambio de espadas eterno porque ya sabés que a vos te gustan los que a mi no me van a gustar y así; vos cuadriculando cada superficie de tu cuerpo y yo procurando esconder mi depósito bajo la camiseta. Y por momentos me olvidaba. No me importaba tu galaxia paralela a la mía, porque cada vez que levantaste los párpados-persianas, cada vez que me dijiste que si no miraba-zambullía en las pupilas verdes eran no sé cuántos años de mala suerte. Y lo hice. Y creo que por un momento lograste robarme un pedazo de alegría. Creo que por un momento pudiste mirar a través de ese ojo de cerradura tan lleno de polvo y lagañas. Y pudiste ver; mi razón que ardía, el fuego llegando desde abajo, luciérnagas en el pecho-faro orgásmico que busca estallar; y las llamas son lenguas vivas, sangre hirviendo en borbotones. Así. Por unos segundos.
La luna siguió en el lugar y nuestro enjambre de botellas aumentó. Más tarde, bueno, más tarde ya no importa porque se desvirtuaron las compañías y lo que era dos pasó a ser cuatro y yo en inferioridad de condiciones. Manejé de vuelta, sr. Pepino sin decir nada, murmurando por lo bajo que demorara la marcha porque así ella iba a estar más rato en ese asiento, junto a mí, el indio reluciente invadiendo el espíritu gris de Barkir para hacerlo resplandecer.
Y llegué y fue detenerse y una nueva cascada de palabras que nos comenzó a invadir y sr. Pepino que decidió apagarse y luego madre (tuya, claro) que se asoma y dice que nuestras palabras resonaban con fuerza; y cerrar la puerta y seguir, catarsis de vómito de ida y vuelta, vos de ese lado, yo en mi izquierda de siempre. Bajaste, movimientos gráciles en el aire y vos que sí sabés bailar y te gusta. Yo me fui, como tantas otras noches de tantas otras casas y esquinas, algunas volviéndose astilla en la memoria, otras cubo de chocolate delicioso, intocable. Manejé lento, los neones me saludaban y seguían gritando desde la radio, el guitarrista de gafas grandes atravesando mi sien con el cuchillo empuñado en el diapasón.
Más tarde me acordé, ya acostado y el dedo se movió temeroso hacia el epicentro del cuerpo. Buscó, mientras apagaba la luz con la otra mano y me acomodaba, el sr. Colcha preparado hacía rato. La uña raspa entre costillas y más abajo, terminando el esternón. Toco, aprieto fuerte. Y lo vuelvo a sentir. Es el centro del pecho el que duele, el que tiene el botón en rojo y tintinea. Ahora presiono, y sé que tenías razón cuando me contabas. Y es otra noche sólo, revolviéndome en mi cama arrinconada y el cerebro que no me deja vivir, cárcel para cada una de mis no-razones.

miércoles, abril 05, 2006

Exit/La puerta del fondo

Pero ya no hay aullidos; ni exigir recompensa. El asesino despertó antes del amanecer. Se puso las botas. Tomó un rostro de la galería, uno cualquiera, ya daba lo mismo. Ahora está de pie; y viene en su búsqueda (gracias Jim).


La descubrí quieta. Tímida de recién llegada esperaba junto a sus compañeras de mayor alcurnia, polleras escocesas y exprimidos de uva, de esos que llegan de regalo porque Padre nunca va a saber domesticar su rudimentaria nariz.
Quieta en pelotón de fusilamiento, hacía la guardia junto a su hermana rubia. Eran dos botellas iguales, perfectamente rústicas. Una parada junto a la otra, en el piso, sin grado militar que las ascendiera a los estantes horizontales del barrilito. Una destartalada sidra, cargando meses de archivo y papeleo compartía el mismo pedazo de zócalo. Frío, junto a la pared.
Probé la primera. Huevo. Deliciosa crema que se apoderaba de la lengua; chocolate en el otro costado. Un pequeño vaso y luego enjuagar con agua, porque no sea que los cabellos de la rubia se mezclen con la morocha y la confusión genética me invada el páncreas, la vesícula y ese montón de carne que tengo entre los pulmones desinflados y la salida de emergencia.
Volví con el vaso nuevo, reluciendo luz de tubo catódico a través de su cara vidriada. Otro corcho esperaba su turno, agazapado en el pico, decidido a evitarme la piscina de café, eterna, silenciosa en el gorgoteo.
Entonces abrí la botella. Sin juzgar. Sin moverla en el aire con ojso de doctor. No hay etiqueta, no hay vencimiento. No hay. Simple líquido artesanal, confianza en las manos que lo hacen y los ojos prestos a saltar en el vaso y empezar la danza enloquecida.
El corcho, plafff, suave, sale el corcho. Y atrás el aire. Gris, elevado en forma de nube esponja. El pico de la botella deja escapar a mil quinientos espíritus de colores que se dedican a hacer rondas y juegos de niños por sobre mi cabeza. Y resta mirarlos. Cada trozo de algodón flota en el aire con cadencia de dinosaurio, vapores etílicos acumulados en años y oídos y bocas, desde que el hombre se dedicó a irse del mundo por un rato. Unas horas. Y luego volver con la cabeza hecha tambor, el tímpano-taladro neumático y cada hora que pasa que es un nuevo nacimiento.
El remolino avanza hacia afuera. Abandona el recipiente, chocando con las paredes del pico, buscando la única nariz que lo aguarda afuera, gozosa, las redes prontas a capturarlo y no dejarlo ir nunca más. Y así lo dejo salir; la lámpara amarilla dibujándole barrotes sin cuerpo, contraluz hincando el diente y él que no deja de elevarse hasta perderse tras el helecho del rincón.
Entonces vuelco la botella, lento, para sentir el clop clop en el vaso, la lengua negra lamiendo poco a poco; saliva acumulándose en beso para explorar toda la boca. Mis próximos diez minutos se tiñen de negro espeso y los destellos marrones aguijonean el iris, guiñadas cómplices de las gotas que ya saben cuál es su próximo destino.
Miro, el ojo pegado al borde de la mesa de madera banca, al ras. Y el caldo espeso observa sobre la mesa. Se balancea tímido a cada golpe de teclado; bamboleo. Seduce desde el golpeteo de caderas. A un lado y a otro del diminuto vaso. Hoy tocó dibujo en forma de luna, otros días es de sol, otros de estrella revolucionaria. Da igual. Simple envoltorio transparente, contenedor de la savia nocturna.
La mano derecha, la izquierda, todas agarran el vaso con fuerza. Para que no escape. Lo elevan lento, seguro; una gruta oscura esperando el desenlace. Y él grita, grita desesperado en su montaña rusa hasta mi boca.
La garganta deglute. A veces acumula líquido, para dejar que cada rincón se adormezca con el somnífero de café. Y luego la lengua pasa y barre, a un lado y a otro y los restos que desaparecen y ya no hay más motivos para negar la siguiente. Entonces el brazo viaja seguido, de la mesa hasta la boca, ida y vuelta sin pasajeros y el cerebro que espera el alimento dulce.
Y cada gota se impregna para después, mucho después, escaparse nuevamente al mundo; evaporada al aire; fundida en agua transparente.
La botella sigue la escalada infernal hacia su subsuelo. Y mis neuronas se lanzan a vomitar letras inconexas; a veces tristezas y muchas quedarse sólo, la misma silla y la misma pantalla azul. Como ahora. Y los ojos encandilados por el mundo blanco que se esconde tras esa pantalla encendida. Saltando, mientras otra copa viaja a destino. Lento.
Los dedos piensan y la música es notas colgando de la oreja. Ojos-vena. El cuerpo se eleva y ellos que se vuelven ranura de alcancía. Y mis dientes que fuerzan la sonrisa, deseosa por mostrarse al mundo y reclamar sus brillos.
No te tomes la vida en serio, al fin y al cabo no saldrás vivo de ella.