Percusión de gotas en la ventana
Es documentar algo, no sé si existente o que ya pasó. Y ahí están los restos-yacimiento de una sangre que quiso ser y fue perdiendo aire en el camino. De a poco hundo los pies en su mismo barro. De a poco. Monte violeta iluminado de rayos. Caen y golpean el suelo para partirlo en dos. Mi ventanilla se vuelve un cuadro que estalla, superficie tapizada de árboles y árboles, ramificados flotando en el cielo. Una niña juega cavernícola a un costado, mundo reducido a monosílabos inconexos. Salta en el asiento y mira hacia atrás; las horas que pasan y ella que no parece agotarse. Llora. Luego llora. Llora. Y las pocas cabezas que descansaban en off vuelven a mirar torpes. Otro niño se suma más adelante; cuatro filas de asientos y el coro gritado daña el tímpano. Ni el pasajero de bigote espeso, fila contraria, 29 ventanilla, logra callarla en su intento desesperado de silencio. A la niña. Miro mi paraíso violeta, afuera donde la tarde-noche se hizo pedazos de piel de moretón. El agua taladra feroz el vidrio, gotas en metralla que no cesa y solo puedo esperar el gran final. No veo más allá del borde de la ruta. Y cada golpe de flash revela una nada perfecta; cada monte balanceado de casas y enormes desperdicios de pasto verde. Las ruedas comen asfalto vomitando mierda negra con arcadas de tractor. Vibra el piso y se entumece mi pierna izquierda, doblada, tratando de esquivar las cuasi-minusválidas extremidades de Faro, compañero de asiento por desgracia boletera. Todo se demora. Ahora transcurrimos lento, el piso resbaloso de asfalto. Me concentro arriba, en la pequeña consolita con dos luces. Bombitas de puntos ámbar se persiguen en medio de un plástico inerte, negro, frío de malas terminaciones chinas. La mía y la de mi compañero ocasional, que ahora visita a Pol en su asiento mullido de la otra fila. Voy solo, piernas estiradas esperando el mar violeta. Cada luz intercala un agujero negro, una pequeña entrada a las entrañas del bicho-transporte que se arrastra como babosa blanda en medio del agua. Miro y meto el dedo, esperando que un par de pequeños dientes me destrocen la yema y succionen con desesperación mi sangre. Revuelvo. Y vuelvo con mi mano completamente sana, cada dedo en su lugar. Partimos el mapa en diagonal, buscando el agua del oeste. Y más al norte, la Villa donde empezó todo, donde alguien con un dejo de rebeldía quiso torcer la línea del libro de historia, esa tan recta. Mis compañeros laten Villa. Y yo escuchando de tímpanos abiertos, porque todo parece ser un poco mentira y otro poco inventado en los cimientos de Ganímedes. Casas de terrón que se dibujan entre mis cejas mientras el muelle de Magritte se interna profundo en el río Oscuro. Lo espero y, sin saberlo, la Villa aguarda que le plantemos botas de cowboy en la sien. Los ojos viajan más wide open que nunca; soy ojos, huelo ojos y transpiro ojos, y de eso depende gran parte del experimento. Nuestro transporte ya pisa City of Pain; plaza desierta por las gotas y la iglesia de epidermis descubierta. Me dejo llevar en bandeja, los últimos minutos de vida pasando por una ventana. Y la pequeña luz ámbar que se balancea a un lado y a otro, en medio del océano violeta de lluvia. 22 de Setiembre de 2006 |