sábado, setiembre 24, 2005

Martillando años / Cápsula con asiento propulsor

Lo siento en la espalda, el aliento que calcina, los brazos con verrugas que no quieren dejarme ir. Años girando sin sentido perdido tras una luz eterna, al final de un túnel sin paredes con la salida al alcance de la mano; y la mano cerrada en un puño que gime lastimero, sangrante de lágrimas.

El espiral es boa alrededor del cuello en abrazo concéntrico, un inacabado vía crucis con todo el peso del mundo en las espaldas, doblado el cuerpo, la espalda clamando perdón y las muelas batientes, mordiendo fuerte la lengua para aguantar el dolor.
Él parece estar merodeando, esperando el momento preciso para atacar por la espalda. No le gusta irse, aunque lo inviten a abandonar la sala por ruidos molestos. Permanece presente, agazapado a la vuelta de la esquina y pronto para dar su zarpazo.
Por eso voy a gatas, zigzagueando entre montañas de artefactos abandonados, restos de aparatos inútiles que dejaron su función de ser. El anzuelo clavado profundo entre los dientes, entre las lenguas que dejaron de bailar para ser masa viscosa con ganas de dormir una siesta eterna, hasta el beso del próximo cuento de niños.

Entonces el tirón desgarra la carne y quiere llevarme, hacia atrás, hacia la colección de fotos en sepia, todas, las de cuando jugábamos a conocernos. Siento la piel volverse pasa de uva, retorcerse en crujidos insoportables. Desaparecen miedos, que se transforman en terrores crónicos. Y me vuelvo el hombre de la pecera, el que está tras el vidrio, encerrado en su propia transparencia. Y así te veo a vos, y la veo a ella y a todos los demás. La puerta detrás, el cartel verde indicando la salida en un parkinson insoportable. Pero no puedo girar el cuello, endurecido de yeso en una única dirección.

El morral aúlla para captar mi atención. Y ahí dentro, asomándose desde el estómago está el cincel, oxidado, rojo de años que le consumen el alma. Lo saco, vibrante en el aire eléctrico. Y empiezo a tallar, a destrozar las paredes con moho que no me permiten mover. Explota. El aire explota en fogonazos de plomo frío. Y así sale la lava candente, así sale la furia incontenible, así se desarman las estructuras de ideas preconcebidas que se pegan como rémoras que consumen mi aire.

La rajadura se hace un largo filo con la carne abierta, exponiéndose al mundo con el sol de frente. Se destroza la cápsula, pronta a estallar en cien mil cuentas de colores. Golpeo con más fuerza, el movimiento automático, furioso, sin ganas de pedir disculpas. Ahora el punto inicial se vuelve una constelación y todo empieza a brillar alrededor. La luz juega a esconderse entre las marcas, limpiando la basura acumulada en los rincones. Y golpeo, cadencioso, una y otra vez. Saltan aceitunas, terrones de tierra y bolsas de arena. Se escapan corriendo las hamacas, las tazas, algunas cervezas. Todos corren para protegerse del temblor. Para no sentir el movimiento. Para no sucumbir ante el diluvio de ranas y culebras. El cincel sigue firme, con la fuerza destructora del buldózer amarillo.

Subo el martillo, elevado, casi hasta el cielo gris ambiguo que juega a perderme. Y el martillo cae, con todo el peso de las lluvias y de las almohadas que se mojaron, de los días en que el auto no quería volver a casa y paseaba por calles iguales, todas iguales a sí misma y a otras, la música clavándose en el pecho. El martillo cae, invadido con sensaciones que parecían olvidadas, lo que nunca llegó a ser pero que siempre mintió para serlo. El martillo cae con los restos que se subieron al barco y agitaron el pañuelo, saludándome a mí y saludando a todos, la valija pequeña abarrotada de tiempos aburridos, tiempos de lentes oscuros que no querían aprender a ver.Y el martillo cae. Y el cincel golpea. Entonces la grieta se hace cañón y el vidrio se desmorona sin ruidos, en golpe sordo para pasar desapercibido, para creer que nadie más notó la ruptura. Y los restos ruedan por el piso, brillando en destellos de luciérnaga que iluminan el pasto, los médanos y los jacarandaes. Y Marvin que me llama y me invita a seguir corriendo hasta donde la luz ilumina, hasta la línea oscura de caramelos nuevos. Para sentir que el aire corre fuerte de nuevo, para creer que los árboles siempre tuvieron más ramas hacia arriba, para aprender a ver el mundo, que ya no muere en un frágil vidrio transparente.

Perfume de feto

Siempre quedan restos en los bolsillos. Resaca de migas. Las de julio, las últimas.


Procuro esconderme. Soy un ser desapercibido, transformado en una hormiga liliputiense que quiere descansar en paz. Las sombras son gigantes deformes, arrastrándose por el piso de moquet. Pequeños pasos sin reverberar, maquillados por la música de lavaplatos, escondido tras cañas de bambú.
Hoy estoy atrás de tu mirada, justo hacia donde tu nuca quiere ver. El sueño es pacífico y los mosquitos juegan a posarse en la boca de los tiburones. Y es en el momento de calma más sublime, en cada nota de violín sostenida en el tiempo cuando tus pupilas oscuras se dibujan en mi frente. Y es ahí cuando aparece el aroma, el perfume que atrapa con grilletes a mi razón, desde hace ya más tiempo del que se podría recordar.
Y atrás del perfume, nube verde amenazante que se ciñe sobre mí, detrás de esa mancha voraz que destruye cualquier barrera de cariño a su paso, detrás venís vos, con el vestido de fiesta de los domingos, puro y casto como una virgen que es llevada a su cajón. Al cajón inmenso, solitario, con la única compañía de tus espejos.
Yo me muevo tras las hojas, pequeños arbustos que se mimetizan conmigo. Estoy estático, como el farol amarillo cuando era testigo de los abrazos sin razones. Las venas se inflan y comienza a moverse la sangre, en un golpeteo frenético e incesante. Puedo sentir la yugular hinchada de borbotones, de cúmulos de materia descansada que se pone en movimiento. Con ellos se mueven pedazos olvidados, restos putrefactos que esperaban el momento del escape, de la expulsión eterna.
Te acercás lentamente. Cada paso es congelado y dividido en una sucesión de fotografías inanimadas, gélidas, sin más sentir que el provocado en mi cámara de repeticiones. El suelo te impulsa hacia arriba. Quiere llevarte alto, lejos, hasta una estrella que te permita ver el mundo cuando vos no estás.
Cada segundo es una presencia que llena la habitación, donde los resquicios respiran bálsamos cálidos de tu cuello. Intento que esas gotas rocen mis labios, para beber sin sed del rocío que quema el pasto a la mañana, cayendo como mantra sobre las reses solitarias. Las pocas gotas se diluyen suave en la comisura, reseca, olvidada de sabores agridulces, los que vos llevás.
Busco un arbusto más grande, para poder sentir que estoy más cerca. Las ramas con púas, raspando mis mejillas encendidas en fuegos del demonio. Desde ahí puedo controlar tus movimientos ondulantes, hipnóticos. Los mismos que me arrastraron tomado desde la punta de la nariz, para pasearme por charcas enlodadas y ciénagas infectas.
Vos te sentás frente al espejo, la espalda siempre recta y el gesto perfecto, peinando tus crines trigo con gesto señorial, casi monárquico. Yo me vuelvo feto, una diminuta bola que late detrás de unas hojas, rogando no ser vista.Y luego duermes, impávida con la sonrisa pegada al rostro como un calco indeleble. Y yo me consumo, transformado en dulce charco que esquivarás a la mañana, en tu camino diario hacia ninguna parte. O hacia todas, que suele ser lo mismo.


26 de julio de 2005

sábado, setiembre 17, 2005

Diluvios de julios con pañuelos blancos

Monitor Reflex


La luz azul dibujaba tu contorno, recortado sobre fondos negros profundos. La nariz altiva, señalando el norte, con la marca que formaba el cauce de un río.
Y por ahí circulaba tu sudor. Y por ahí circularon mis lágrimas. Cuando me abrazabas. Cuando me tenías prisionero en una cárcel tan pequeña como mi dignidad.
Y la gota corrió y se hizo lluvia pasajera, que te mojó los párpados mientras mirabas los focos, bajo la llovizna de julio.


Ciberday
Lo pequeño de un dedo
es inmenso en mi cabeza
que magnifica.

Y transforma tus orejas
en gigantes paredes
que no escuchan.

Y tu pecho
en feroz paisaje desconocido.

Y tus ojos
en redondas súplicas de mi conciencia.

martes, setiembre 13, 2005

Delivery sin sal

La cara era la de pedir ayuda, la de sentirse solo y desamparado en un mundo que te dejaba olvidado de este lado del océano. Lejos de muebles, de sillones que se vendían, de perros chuchos y familias que se iban. Entonces procuré esconderte en mi bolsillo. Darte un lugar en medio de mis juguetes favoritos, al lado del auto a pedal y de los muñecos de plasticina. Por un tiempo lo usaste y aprendiste a ser uno mas en el estante de casa, justo al lado de los libros de colorear y debajo de los discos, los que te llevabas y los miles, muchos, que me prestabas.
Y un día sentiste algo nuevo, una bestia negra que avanzaba desde abajo tumbando los títeres añejados para sustituirlos por nuevos. Y así nos movimos del punto de mira, salimos a caminar por senderos vecinales, abandonados, casi sin transitar. Cada vez fuiste menos a los caminos laterales, preocupado por un yo que cada vez era menos vos. Y más como otros, como los tantos otros que te rodeaban y a los que buscabas parecerte. Y lo lograste, hoy puedo asegurar que lo lograste. Ya podés clavar tu bandera y decir que sos uno más, uno del ciempiés gigante que avanza devorando galletitas y sin dejar migas.
Detrás quedan las músicas, los bajos y los altos, las charlas de Liverpool y las películas. Las que antes te gustaban, las que parecían unirnos aunque sea un poco.
Hoy todo es una espina en medio del culo. Una molestia, una mirada que se oculta en el bol de papas fritas mientras giro el vaso de cerveza. Derecha e izquierda, y el vaso que no puede borrar de un plumazo tu presencia, ni los años, ni las salidas, ni la semana de alquiler. Ahora se siente distinto, como si el que estuviera adentro de esa campera verde no fuese el mismo que antes dejaba confesiones con sacacorchos, el que se tumbaba en el sillón a escuchar el recitado del tío de lentes, el que venía a casa en navidad o en pascuas, da lo mismo. Este tiene fecha de vencimiento. Y ya huele mal, como a refrito fermentado de ideas que no encuentran una salida libre.
No quiero ver tu cara despedazándose contra las rocas, el crujido de tus huesos deshaciéndose contra paredes de mármol. No. Yo sólo creo haber visto el escalón. Y creo haberme subido en él. Para ganar esos centímetros. Para sentir que puedo ver las hojas del lado de arriba. Mientras, vos tomas el ascensor hacia el subsuelo, con linterna de minero y topos con miopía.
Ruego por más cuerda, pero ya no hay más. No tengo mas ganas de tironear de un pedazo de polifón completamente humedecido por los hongos. Ya no siento la culpa consumiéndome la conciencia. Ahora es alivio. Alivio de cumplir con todo a lo que accedí. Y saber que no fue suficiente. Que a pesar de todo preferiste nadar en el barro, revolverte entre aguas podridas, con gusanos y sanguijuelas buscando el mismo trozo de comida putrefacta. Y conformarte. Sólo con eso. Hoy tenés la seguridad de un banquito en el rellano de tu casa, cuando el sol de la tarde pega de costado y hace claridad. Y podés sentir el color rosado en la mejilla. Y ver la bola anaranjada que se va, mientras la duda te satisface y el cerebro se llena de incertidumbres de final feliz; y así te revolvés, a un lado y a otro en el banquito, cambiando la música del fondo, ansioso por saber qué es lo que vas a cenar esa noche.

domingo, setiembre 11, 2005

Veinticinco Julios

Suena a más de lo mismo. Monotemático. Cinco años de diferencia para invertir las situaciones. Te lo dejo de regalo. Supongo que te va a gustar.


Otra vez,
sumando días.
Horas con hemorragia de tripa.
Y fusiles sin balas.

Estoy en el mismo lugar.
El farol me saluda
y una nube,
se hace de algodón con alcohol.

Mis zapatos están de pie
en una esquina solitaria,
esperando que un gesto tuyome libere el alma.

miércoles, setiembre 07, 2005

Gotas en el cuello

Los edificios altos prenden sus luces poco a poco. Algunos hacen guiñadas mientras esperan atentos el próximo movimiento. Yo estoy detenido, estancado en algún lugar sin nombre entre el hombro y tu oreja. Un punto cálido donde todas las horas de todos los mundos que formaron este suelo que ahora estoy pisando se conjuraron para detenerse y mostrarme su cara gris.
Los edificios me miran sonrientes. Son cómplices de una noche que no debió ser noche, que no debió ser. Bailan una danza cálida, lenta, acompañada de un susurro que me libera de los demonios. Y mientras me muevo, las olas golpean suavemente, rítmicas, marcando los tiempos de un futuro movimiento. Otro edificio me guiña un ojo. Yo sigo en el cuello. No arriesgo. El lugar es seguro para una simple canción. Ahora te espero a vos, que gires, que me mires. Directo a los ojos. Sin esperar mi reacción.

viernes, setiembre 02, 2005

Camiones de basura (segunda parte)

Lean la primera parte. Está en los archivos de junio.

Hay rostros en las baldosas. Se forman narices, labios, lunares y cejas salientes, rocosas, con ánimo de atacar las molduras cercanas. Otro rostro es aniñado, con cabellos de rulos que se descuelgan como escaleras desde las sienes.
Levanto el pie. Mi suela ocultaba una hechicera, bruja de gorro triangular que apunta hacia el pasto y luego a la calle. Su risa se transforma en un eco sin rumbo, en los chirridos imprecisos de la hamaca roja. Junto a la violeta, la que antes me gustaba pero ya no.
Yo sigo solo, sentado en un escalón de aire. La luna me espía como siempre, mientras Marvin resuelve sus silogismos. Y la plaza me espera, noche tras noche. Es una novia olvidada que reclama las flores de su aniversario. Y se deja querer por todos los rostros y por cada uno de los perros que dejan sus marcas en beneficio del suelo de tierra.
Hoy no hay camiones. No es día de carreras. Sólo el loco Boris, en su bólido naranja de caja abierta pasa metiendo ruido, la parte trasera bailoteando desenfrenada. Sale del boxes de la estación y se pierde con rumbo sur, adelantando semáforos y devorando líneas amarillas.
Marvin pivotea a mi alrededor. Mira un tobogán con deseo y medita si sería bueno para su estado depresivo. Husmea un pozo y deduce que no está solo en el lugar. Los roedores son propietarios del subsuelo aunque alquilen la planta baja.
En la casilla de enfrente, el señor de uniforme, que sigue mirando con sus ojos de vigilia escondidos tras la máscara de sueño.
Ahora mi vista salta a otra baldosa, desde donde una señora descerebrada mira con ojos desviados. La nariz es un poliedro gigante que ocupa la mayor parte de su rostro. Un rostro expectante, atiborrado de lunares de cemento y pozos de la lluvia.
El soldado deja caer la cabeza que rebota como pelota de esponja contra su hombro. La hamaca roja llora su soledad mientras Marvin me espera en la esquina, como señor inglés oliendo queso rancio. Yo camino lento mientras la capa de suaves picos de hielo taladra mi campera amarilla.A lo lejos, la hamaca me dedica un canto fúnebre de ruidos asordinados que se funde con la sinfonía de una noche de cementos igual a todas. Y con cada nota, con cada melodía faltante de aceite que emite, se dedica a recordarme que otro día, tan olvidado como cualquier lunes de agosto, ella va a estar allí, sola en el aire, viendo pasar los camiones a la espera de los niños de la tarde.
No te tomes la vida en serio, al fin y al cabo no saldrás vivo de ella.