Martillando años / Cápsula con asiento propulsor
Lo siento en la espalda, el aliento que calcina, los brazos con verrugas que no quieren dejarme ir. Años girando sin sentido perdido tras una luz eterna, al final de un túnel sin paredes con la salida al alcance de la mano; y la mano cerrada en un puño que gime lastimero, sangrante de lágrimas. El espiral es boa alrededor del cuello en abrazo concéntrico, un inacabado vía crucis con todo el peso del mundo en las espaldas, doblado el cuerpo, la espalda clamando perdón y las muelas batientes, mordiendo fuerte la lengua para aguantar el dolor. Él parece estar merodeando, esperando el momento preciso para atacar por la espalda. No le gusta irse, aunque lo inviten a abandonar la sala por ruidos molestos. Permanece presente, agazapado a la vuelta de la esquina y pronto para dar su zarpazo. Por eso voy a gatas, zigzagueando entre montañas de artefactos abandonados, restos de aparatos inútiles que dejaron su función de ser. El anzuelo clavado profundo entre los dientes, entre las lenguas que dejaron de bailar para ser masa viscosa con ganas de dormir una siesta eterna, hasta el beso del próximo cuento de niños. Entonces el tirón desgarra la carne y quiere llevarme, hacia atrás, hacia la colección de fotos en sepia, todas, las de cuando jugábamos a conocernos. Siento la piel volverse pasa de uva, retorcerse en crujidos insoportables. Desaparecen miedos, que se transforman en terrores crónicos. Y me vuelvo el hombre de la pecera, el que está tras el vidrio, encerrado en su propia transparencia. Y así te veo a vos, y la veo a ella y a todos los demás. La puerta detrás, el cartel verde indicando la salida en un parkinson insoportable. Pero no puedo girar el cuello, endurecido de yeso en una única dirección. El morral aúlla para captar mi atención. Y ahí dentro, asomándose desde el estómago está el cincel, oxidado, rojo de años que le consumen el alma. Lo saco, vibrante en el aire eléctrico. Y empiezo a tallar, a destrozar las paredes con moho que no me permiten mover. Explota. El aire explota en fogonazos de plomo frío. Y así sale la lava candente, así sale la furia incontenible, así se desarman las estructuras de ideas preconcebidas que se pegan como rémoras que consumen mi aire. La rajadura se hace un largo filo con la carne abierta, exponiéndose al mundo con el sol de frente. Se destroza la cápsula, pronta a estallar en cien mil cuentas de colores. Golpeo con más fuerza, el movimiento automático, furioso, sin ganas de pedir disculpas. Ahora el punto inicial se vuelve una constelación y todo empieza a brillar alrededor. La luz juega a esconderse entre las marcas, limpiando la basura acumulada en los rincones. Y golpeo, cadencioso, una y otra vez. Saltan aceitunas, terrones de tierra y bolsas de arena. Se escapan corriendo las hamacas, las tazas, algunas cervezas. Todos corren para protegerse del temblor. Para no sentir el movimiento. Para no sucumbir ante el diluvio de ranas y culebras. El cincel sigue firme, con la fuerza destructora del buldózer amarillo. Subo el martillo, elevado, casi hasta el cielo gris ambiguo que juega a perderme. Y el martillo cae, con todo el peso de las lluvias y de las almohadas que se mojaron, de los días en que el auto no quería volver a casa y paseaba por calles iguales, todas iguales a sí misma y a otras, la música clavándose en el pecho. El martillo cae, invadido con sensaciones que parecían olvidadas, lo que nunca llegó a ser pero que siempre mintió para serlo. El martillo cae con los restos que se subieron al barco y agitaron el pañuelo, saludándome a mí y saludando a todos, la valija pequeña abarrotada de tiempos aburridos, tiempos de lentes oscuros que no querían aprender a ver.Y el martillo cae. Y el cincel golpea. Entonces la grieta se hace cañón y el vidrio se desmorona sin ruidos, en golpe sordo para pasar desapercibido, para creer que nadie más notó la ruptura. Y los restos ruedan por el piso, brillando en destellos de luciérnaga que iluminan el pasto, los médanos y los jacarandaes. Y Marvin que me llama y me invita a seguir corriendo hasta donde la luz ilumina, hasta la línea oscura de caramelos nuevos. Para sentir que el aire corre fuerte de nuevo, para creer que los árboles siempre tuvieron más ramas hacia arriba, para aprender a ver el mundo, que ya no muere en un frágil vidrio transparente. |