sábado, noviembre 26, 2005

Domingo sunshine

Gotas negras. Me golpean la cabeza y no me dejan ver.
Y la cortina de lluvia que se hace espesa, impenetrable para sentirse aislado de este lado del mundo donde el sol sale en reversa y parece oscurecer la soledad.
Ahora el martillo se vuelve sábana. Me abraza para dormir una noche o dos.
Y el cerebro queda atascado, enterrado en el pantano entre pastos altos y seres deformes, sonidos que se mueven sin sentido y ganas de sobrevivir.
La luz en guiño eterno, una vez sí y otra también. Me invita al subsuelo de grietas negras, al descenso eterno más abajo del sinsentido general.
Y yo bajo gozoso, pleno de sentir las olas golpeando en el pecho, sal fresca y frío sin polo, la ola que va y vuelve y los pies clavados en la orilla.
Ojos empañados atrás del vidrio de pupilas marrones, retinas oxidadas de lágrimas sin respuesta.
Y las manos que se pierden solas en juegos sin contraparte y siguen bajando y subiendo y así hasta que el sol vuelve a iluminar y la tierra se hace hoguera eterna de lombrices infectas, unas con hambre de carne, las otras efímeras, pasajeras en el aire caliente.

lunes, noviembre 21, 2005

Rezo por mí

Ah, viejo, cargando a mi Carmela por simple placer pedófilo, ahora atascada en tu paraíso de niños de formol, duros como estacas y el viento que ya no le mueve los rulos y la cama que ahora salta sola.

Viejo inmundo, desagradable que necesita al abuelo Aramis para ordenar un universo que se desquicia cuando las horas van consumiendo la cordura y las cúpulas de las iglesias son cada vez más altas y mi furia se eterniza como dagas, vomitando ostias, meando tu vino añejo.

Viejo con dedos de esqueleto, que necesitás colgarte una risa perlada en tardes de rezos monocordes; y cargás con el padrino Gustavo, para cosquillearte la espalda, tu voz chillona taladrando a los fieles. Y así te revolvés en la poltrona, una pata de cerdo grasienta, bastón de mando colesteroso.

Yo nunca, viejo ególatra, nunca; los hilos de marioneta se vuelven anzuelos vacíos y los ato; y los rebano en pedacitos; y los escupo.

Nunca, mi hermana no es de tu propiedad. Nunca, y sabés que ella se ata más acá, tus piropos diluyéndose en el aire, la abuela sí, escuchándolos 5pm de cada día, ostias atragantadas que pretenden eximir de culpas.

Nunca, me vibran las tripas pero descuartizo tus garras cochambrosas cuando miran para este lado, cuando guiñas el ojo tentador, promesa de frutas y pasto reluciente, cuando sabés que tu suelo es una desagradable sucesión de nadas espumosas.
Nunca, basura inventada por seres sin respuesta. Nunca, mi razón tiene raíces agarradas a la cama. Nunca, tu barba larga se enreda como soga al cuello. Y ya estás ahogado, la cara violeta, muerto en estampitas de papel higiénico.

lunes, noviembre 14, 2005

Ojos de perro

Marvin corre, las piernas en el aire para flotar hasta la esquina, dar la vuelta y perderse entre árboles añejos, podridos; cortezas que sueñan futuros de fuego, crepitar hasta deshacerse en humo y elevarse, para mirar la misma calle desde otro punto de vista y sentir el agujero negro en la tierra como un inmenso álbum de fotos de niños colgados de sus ramas. Los ojos negros lo esperan agazapados, casa por medio. Se esconden lento, agachados entre baldosas flojas y la reja azul, siempre cerrada, a veces no. Esperan el momento justo, el instante en que él pase como exhalación en su loca carrera libertaria, en su afán por hacerse amigo de cada hoja suicida que bajó a besar la vereda.
Mr T es el nombre. Él es el principal promotor de la movida reaccionaria, de la protesta organizada contra la libertad desquiciada de Marvin. Por eso lo aguarda, haciéndose más pequeño y disimulando el colmillo, brillando marfil en el rayo de luna. Hoy está adentro, tras la cárcel de barrotes del fondo, ladrándole a su existencia por una noche de calle.
Y Marvin pasa, exhalación constante como si un espíritu juguetón se hubiese adueñado de su cuerpo peludo, observar cada semilla caída, cada pasto, una bolsa al aire y así, hasta llenar la memoria de imágenes. Indigestión. Indigestión de faroles de mercurio y olores a basura, los mismos cada noche pero que se hacen brillantes en cuanto el portón de casa se abre y la noche se vuelve juguete nuevo ante sus ojos, ojos tiernos escondidos en medio del vellón.
Los pies repiquetean, terremoto de baldosas y las alarmas que se disparan. Uno tras otro anuncian la presencia del rebelde, patrón del libertinaje barrial. Marvin los sufre, uno a uno, amistades a través del muro de Berlín, la gran muralla china, la cordillera Magnánima de Ganímedes. Él de un lado, sus libros y sus disquisiciones, ellos del otro, huesos roídos y horas esperando las mismas matrículas, las mismas caras, los mismos gestos.
Entonces llegamos a la plaza. La hamaca espera, violentándose al aire en balanceo sin chirridos. Sola. Madera violeta sola. El guardia inmóvil, anclado a su suelo con vara de metal, las pupilas hacia adentro, los fantasmas a punto de escapar. Marvin juega con su sombra a un duelo de caras felices. Salta, muerde el aire y corre hacia mí, alegría en el rostro, gritándole al viejo que se queda de este lado. Que prefiere morderme el dedo pulgar antes que regar nubes secas de llorar a los que no murieron. Entonces se retuerce, arquea el lomo para correr entre montañas de pasto, husmeando letras que se le perdieron en otra vida, cuando era más el abuelo y menos el perro, cuando no me seguía, sólo tiraba migas/consejos para no perderme. El ojo sabio, los lentes semi caídos, el pelo hacia atrás. Bigote afeitado como cirujano, bisturí profundo en su prolijidad clínica.
Marvin lo sabe. Yo lo sé. El abuelo Aramís lo sabe. Sólo nosotros tres. Triunvirato para esconderle al mundo nuestra esquizofrenia nocturna. Descargas mentales que vuelan entre neuronas, disparos eléctricos que rebelan mi quietud lacrimógena de domingo, y de lunes, y de miércoles. Entonces caminamos cada noche, la luna perro faldero, la manta negra de estrellas sólo nuestra, inspiración para el abuelo que sigue regalando estrofas, allá lejos, detrás de ojos de perro.

domingo, noviembre 06, 2005

Fotograma de domingo

El domingo me consume las entrañas, hora por hora se enquista en un nuevo músculo y me paraliza en tres o cuatro movimientos, imprecisos, torpes, las orejas con zumbido en caja de ecos, sin bocinas, sol quemando mi azotea y las horas que siguen paralizadas. 18:24. El reloj se vuelve 18:24. El mundo es 18:24. Y aparte de ese minuto fatídico no hay ni pangea, ni tierra con bordes rectangulares, ni esfera sostenida por tortugas gigantes. La banda sonora se altera con los maullidos lejanos de una cría, quizá sola, llamando para no ser consumida por criaturas infernales con dientes afilados. Escucho el grito de alerta, rutinario, enfermizo, y lo dejo hacer. Y la criatura que no se detiene, reclama alimento, reclama atención, reclama el calor que no está. Mamífero, como yo, pero sin su sustancia favorita. Armo un biombo de defensa, una capa de ignorancia para no sentir el sufrimiento. Entonces Tom lo desangra desde el parlante y el domingo me abofetea la cara nuevamente, recordándome que está allí presente para hacerme insoportable la existencia, para recordarme que soy un simple pedazo de nada perdido en un día cualquiera, como tantos en el mundo, como otro ser más que no logrará salir de su pozo lleno de sanguijuelas inmundas y barro por todas partes, el lodo salpicando los dedos, sucios de desperdicios.

Percutiendo. Percutiendo una y otra vez en mi cámara negra. Llenándome de imágenes ajenas, robadas sólo por un rato, sin propósito aparente. Las dejo venir, él rasgando la guitarra, aullando, con sus compañeros musicales interpretando mis vacilaciones. También hay sangre, también hay restos de tripas para sentir que algo en el mundo sigue latiendo y no todo se limita a un cúmulo de escarcha multicolor, enceguecida por cámaras viajeras en el aire y destellos luminosos.

Todavía es de día, pero las teclas se golpean por sí solas y los dedos bajan y suben y ya no sé lo que quieren decir. Entonces los dejo en su propio delirio, contándome historias de cooperativas de a cinco, de uñas manchadas de blanco a pesar de ser un dignísimo discípulo mamífero. Miro la copa, pequeña copa con dibujo. Es una estrella, de cinco puntas, espeluznante sencillez en el diseño; un arcón de significados colgados a su espalda. Símbolo de tira bombas, o dibujo en el piso para películas intrascendentes, con mensajes del más allá en el final. La copa llora de vacío, reclama líquido que le alimente las vísceras y luego será vaciada y así, en constante ir y venir del escritorio-monitor a mi boca, sin aduanas.

Androide de la boca de York. Muchos androides, caminando lento hacia un suicidio aparente. Mi cabeza pendulea, las neuronas agitándose a un lado y a otro, para exprimirse contra los bordes de la conciencia, ideas que se resisten a salir, residuos sin sintaxis aparente. El mantra musical perdura. Por la ventana, Padre y Madre cultivan flores relucientes, por un verano, hasta que se marchiten y las macetas reluzcan de hermosa soledad.

Las seis cuerdas contrapunto con las teclas, que elaboran una base rítmica perfecta para el sonido certero. Regalan Let down, y la siento venir como un tren descarriado directo a mi fluido, para darme otra razón y seguir sentado frente al monitor que se vuelve igual de blanco que siempre, sin hojas de la calle que ahora ya están más verdes y no quieren ser restos sin árboles como hace unos meses, cuando la calle era mía y de Marvin y de nadie más, y podíamos sentir que el infierno era nuestro y que el cielo era una cueva llena de niñitos de cuello blanco, con un baño de uniformidad.
Madre y Padre siguen barriendo, juntan la tierra que va al cantero y que luego el viento devolverá a donde se encuentra. Marvin duerme su vida de perro, el cerebro trabajándole ideas prontas a descubrir el significado de la existencia. No suena mi teléfono, embalsamado con llamadas que se fueron lejos, donde nadie les cuestione las acciones. Siento el domingo, atravesado en la garganta, semilla de girasol con púas a los lados, inasible, globo de gas que se desinfla con la luz. Espero la hora, un par más, para que todo se vuelva a poblar y la noche sea mi jardín. Y así se sumarán las horas-días, atados entre sí, y vuelven los domingos, con traje de alquitrán rancio, semillas de limón y olor a nada, con su disfraz de 18:24. O de 18:36.

Quién sabe.
No te tomes la vida en serio, al fin y al cabo no saldrás vivo de ella.