domingo, octubre 30, 2005

Good Fellas

Tardenoche encendida adentro del lobo, con el aliento fétido, las piernas colgajos de tanto caminar. Y el ayer que fue noche de música, de notas que se colgaron del techo con pedazos de algodón amenazando con desplomarse. En cualquier momento. Hasta que la gente empezó a soplar. Hasta que el caudal de brazos y piernas remaron a contracorriente, avalanchas humanas en las gradas, para sacar lo mejor de esas notas que ya se vuelven todas iguales y sin sentido, unas pegadas con otras, brillando por su uniformidad.

Entonces deambulé, con Gus, la Pequeña y Ciro; se sumaron aderezos del momento, que fluctúan, van y vienen y no queda más en la retina que un gesto de colores o una broma escapada al aire.
Caminamos, hasta que los pies se acostumbraron al surco y el ancla decidió plantarse. Entonces ellos me regalaron el sonido auténtico, el eterno goce del sacar las tripas hacia afuera, de sudar sangre por los cuatro costados, o los cinco. Y así desgranaron langostas, aplastadas en la vereda y en mi sien. Deliraron Cecilias, sudaron Pavimentos, pavimentos agitados con las cámaras que miraban y la gente dedicando sus mejores sonrisas en caminos sin estrellas a sus propios Hollywoods, esquina el infierno. Desestresándome, seguí desestresándome con saltos al vacío, y el pelo inmóvil hacia atrás del Pedro, el Pedro agitado con el cascote trancado en la garganta y los ojos apuntando al micrófono, oculto en busca de las respuestas, de las palabras que la multitud de cabezas que se mueven como autómatas parece no saber tirarle. Y la guitarra que sufre, sanguiñolientos acordes para huir colgado hacia el espacio, él con sus lentes gigantes, quieto en su rincón izquierdo, desarmando mi conciencia cada vez que un dedo mueve su posición sobre el diapasón. La derecha con furia, furia rasgueada, sangre igual y hermanada, los ojos saltones y el rasgueo que sigue, continúa hacia el infinito con las llamas que consumen el escenario; el contrapunto perfecto, para el otro, con los lentes, quieto en su rincón.
Corazón bombea sangre, impulsa energías de saltos cuadriculados, y la gente que se agolpa y me lleva, a un lado y a otro, sin querer moverme pero dejando hacer, con Gus que salta y me abraza, brazos al aire y el estribillo que nos desfleca la garganta.

Y la base que machaca, el cuerpo desgarbado, inclinado hacia adelante con dedos que se mueven pero que parecen estar quietos, la energía consumida por los demás y la mano que sigue en su ralentí, hacia adelante y atrás, armando piso para poder pararse. El fondo dominado por el señor pulpo gigante, cinco brazos al aire para aporrear la noche de luciérnagas y moscas sidosas, calcinar articulaciones, descerebrando movimientos inventados mientras el ritmo no se va y todo se hace un goce y el ritual que aumenta mientras Pedro le grita al micrófono que lentamente levantó la copa.
Y luego se van. Tengo arena en los pies y piedras en la nuca, el whisky corriendo desbocado por el cauce neuronal, la lengua descontrolada en frenesí de palabras. Me voy. Las nubes volvían a teñir mi horizonte con colores amarillos, pálidos. Sonaban los acordes parecidos, uno atrás del otro, y el mismo del principio que se repetía y la gente que dejaba sus cerebros colgados en la barra, o en el arco de fútbol y cantaba los gritos de las hinchadas. Yo me iba. Quedaban los alienígenas, con coladores para protegerse de la fuga de ideas. También los abandonados, el grupo de la fortaleza, esta vez con vientos y caños dorados, pero ellos caminado al costado, mirando de reojo a los que trepan fácil, pero ellos con los pies apoyados y el dios del trueno con la cara pintada y la vestimenta del fraile. Ellos, y los insolentes que van al revés del mundo, que le cantan a la incoherencia. Pero estos parecen estar jugando en las grandes ligas, con la gente portando banderas. Entonces hubo que conformarse con escuchar de lejos, las ondas que se escapaban por sobre los muros. Puse piloto automático, los pies alternándose en la caminata. Seguía la fiesta, pero yo ya estaba en la Y, o en la Z.

domingo, octubre 23, 2005

Más días de veintiuno

Entonces todo parecía acomodarse. Las piezas encontraban su lugar en la caja de madera, cercenada por años de mal uso. Una y otra, suaves fichas de dominó descolorido, iban entrando sigilosas, resignadas a la oscuridad que la tapa les pondría.

Estoy parado en el cráter, en una inmensa hendidura gris llena de poros. Poros circulares, agujeros cuadrados, cicatrices de pies de gigante. La tierra vuela ante cada soplido y hace nubes biseladas, las partículas reflejando la luz en todas direcciones, el diamante sin pulir. Más allá, en el borde en que el mundo deja de ser todo para disfrazarse de la nada más absoluta, en el borde se descuelga la escalera de hierros engarzados, incrustados en la piedra sólida, un filo cortante que se adentra en la carne sin pedir permiso. El musgo verde, destellos esmeralda que se acumulan como rémora envolvente, succionando el metal, podredumbre de siglos de descensos / ascensos hasta el cadalso.
El suelo se mueve, girando en el sentido más estrictamente horario que pudo encontrar. Los pies, cansados de faroles amarillo pálido, luchan contra la fuerza centrífuga que los arrastra; y se colocan uno delante del otro, desandando el mismo camino que la mente había recorrido ciento veinticinco millones de veces. Y algunas más.
Engranajes se retuercen. Giran y desnudan la herrumbre, partículas de años que saltan por el aire como chispas enfurecidas dejando atrás su existencia. Se balancea un péndulo gigante, señuelo encima de las cabezas desprevenidas que prefieren mirarse las plantas de los pies.
La tierra se curva hacia el infinito, jugando al juego de mitades antagónicas. Gemelas con los mismos ojos, el corazón sin ancla para una; la otra con las estacas adheridas a la piel. Cada guijarro es una bola transparente que encierra una línea de llegada, dos banderas a cuadros. Jugando en el camino, delante de los pasos sin norte. Mis pies avanzan, furiosos de alegría de llegar. Llegar. Adónde sea, pero llegar. Y el piso se sigue curvando, curvas en U hacia lugares ya conocidos. Y aparecen nuevamente, las mismas flores violetas, las polleras anaranjadas, ojos verdes, azules y amarillos. Se revuelven como moscas cromáticas a mí alrededor, un enjambre de luces insolentes que me abofetean una y otra vez, me dan vuelta la mejilla, me castigan por años de buscar ser un insolente desafiando a su propia felicidad. Unas me succionan la sangre, restregándose contra mi garganta desflecada; otras me dan la espalda, alas semi-transparentes, velo para permitir ver lo que se quiere mostrar; las más, ah claro, las más, esas cargan un hacha de filo acerado, brillante en el aire espeso. Y cortan los árboles de mi jardín, todos los jacarandaes plantados con años de rodillas raspadas. Para poder ver la puerta entreabierta de la casa, los pies de Marvin asomando tímidos por la rendija. Y así poder avanzar, maleza descubierta y los pies bien adheridos al camino de pedregullo abandonado que ya nadie transita.

Se hace casi tarde –me grita el caballo de ajedrez, abandonado en un tablero vacío de piezas monocromáticas–. Estás girando, siempre girando, con la cuerda atada al centro. –Luego señala hacia ninguna parte–. Ya está todo seco, las plantas se deshacen por el calor.

No puedo contestar porque el aire prefiere ser alimento de los pulmones, bolsas grises desnutridas. Él se balancea con su cuerpo de madera oscura, hacia atrás y adelante en la punta de los pies, peonza descontrolada en su propio casillero. No necesita ir más allá o no puede.
Yo sí. Mi cuerpo se quiebra hacia atrás, la cintura como eje asimétrico y el contrapeso cerebral. Ahora el viento de frente se hace más intenso, casi tormenta. El polvo vuela, directo a los ojos, atacando la retina para impedir la visión. La visión de un mundo despedazado, gris de restos de seres malformados. La chatarra que se acumula en pilas oxidadas, sin dueño, y la basura que libera gases tóxicos al aire. Las manos implorando y los llantos liberados en cada brisa de la tarde, para esperar la noche que siempre se hace helada. Mundo de deshechos sin nombre.
Mi pupila se resiste. Se niega a dejar de funcionar. Porque quiere ver, quiere seguir conmoviéndose ante los millones de toneladas de agujas que se clavan a diario en mi brazo, sangre a borbotones con gusto muy dulce. Y cada una de ellas, cada pinchazo malintencionado es una espina que me castiga en la espalda, que me impulsa hacia adelante y me hace sentir más vivo, mas presente en esta inmunda tierra que se niega a dejarme ir. Y el viejo que saluda. Sigue sentado en su trono enriquecido, con sus mares de calma pacífica y sin olas. Invitando, a cada minuto invitando con besos de golosina, con artificios que se vuelven tan irreales como el cielo que él comanda.
Y cada hora que pasa de este lado se vuelve un mundo, una tierra desconocida con todo por ser visto y todo por ser vivido. Y los minutos no alcanzan, nunca alcanzan para abrazar cada terrón de tierra y las arrugas de la abuela, olores a sal de una espalda ajena, perlada de gotas de sudor. Y a veces siento que no llego, que no logro abarcar la costa que se desarma ante mi mirada. Entonces la diseco, la devoro por partes y me la llevo a la almohada, con rostros y dientes, para disfrutarla más sereno, cuando intento pegar un párpado con el otro y detener el bombeo incesante, cuando las revoluciones se tientan a ser menos, pero nunca tanto como para perder la atención.

Y mientras sigo corriendo, las rodillas chocando incesantes, las raíces cerrando mi paso.

Y sigo escapando de mí mismo, volviendo la mirada al centro del cráter para ver que sigo sentado en el sillón verde buscando un destino en la palma de mi mano.

Y escapo, claro, escapo, de una sombra negra que no me busca, de una pertinaz llovizna que me acompaña a dónde me mueva.

Y huyo, sigo girando en el mundo que gira hacia el otro lado.

Y los veo pasar, a diario los veo pasar, desfilando por mi mente enferma. Solos o de a varios. Ellos juntos, yo con Marvin y mi cargamento de relámpagos. Juro que te veo, a diario con tus ojos de burton verdes, más grandes que todos los rasgos de tu pequeña cara, encandilando un mundo que se vuelve ludo alrededor. Te sigo viendo a vos también, con la campera o sin ella. Y no logro aceptar apretones de mano, distantes, como si acabara de atravesar el mundo que me obliga a presentarme. Por eso sé que estás, escondido por ahí abajo pero estás. Con la misma música de siempre, estás.

Escucho el sonido bajo, melodía agradable, ritmo pausado y la mandíbula se cierra de bronca en un chasquido de diente. Bronca por no poder correr y apretarlos fuerte, cerca del pecho, y poder arrastrarlos a este lado del mundo, mas cerca de mis taperas, mis campos abandonados, Atilios, Werner y camiones de basura. Entonces el tablero de ajedrez llora el vacío. Reclama las piezas que faltan, las que se fueron para no volver. El dolor se hace bola en el pecho, una flama que no encuentra salida y explota en letras de dardos envenenados, teledirigidos, para hacer carne en sus espaldas desprevenidas. Letras transparentes, llorando sangre con cada malinterpretación. Y las vísceras al sol, secándose, mientras ustedes se vuelven bicho bolita para verse el ombligo.
Y miro más allá, sentada junto a la costa, eternizada en ese médano inalcanzable; crin dorada, ah, para gozar el viento que te mueve la nuca. Puedo escucharte latir de noche, la estrella compitiendo por el brillo. Los huesos flaqueando cuando alguien se va, cuando ella se te va. Vos sin poder soportar por siempre el peso de tu propia rigidez. Yo solo, con el abrazo guardado en un baúl, orgulloso para nunca poder dártelo. Y hoy más que nunca se me escapan los te quiero, diferentes, para que sepan que puedo estar, escondido atrás de la nube negra, con el mismo huracán derritiéndose en el fondo de mis tripas y la llama enfurecida, demente en las entrañas. Estoy, sigo siendo. Pero un poco menos sin ustedes tres, un poco menos, otras horas, días. Y no son iguales, lo saben. Cada día se hace de veintiuno, y las horas que siguen fluyendo al infinito.

miércoles, octubre 05, 2005

Tréboles de cinco hojas

Es una puerta de cristal blando que ataca, volando en círculos bajos, proponiendo rutas para el desastre. Y yo me expongo, me dejo invadir por la luz inquisidora. No hay miedo, sólo confianza en aptitudes propias y virtudes ajenas. Entonces ella entra y jueguetea, se lleva mis entrañas para ponerlas al sol. A secar. A pudrirse. Y el olor se vuelve caldo verde, atmósfera espesa de colmillos de talco fino. Los problemas hacen cola en sala de espera. Sin secretaria.

La puerta se detiene sobre mi cabeza, y se abre, con chirrido de goznes, ancianos sin palomas. La luz es lava, petróleo grueso con brillos metálicos. Cae y baña. La luz es pared, es montaña de ladrillos para no ver más allá. Para sentir que la nariz es nuestra meta más lejana. El líquido viscoso se pega en las axilas, en la ingle. Absorbe, chupa. Máquina de sangre, para bombear el cielo de pesadillas. Se vuelve un charco, otro más, una laguna in/fértil, un criadero de nadas. Hacia ambos lados se extiende la capa negra, reflejando nubes más negras aún. Apiñadas, el rebaño pidiendo a gritos un espacio más. Camino hasta el centro, sintiendo el piso de goma. El paso se va. Se hunde mi vertical. De a poco. De a pasos.

Entonces deja de vomitar. Y la puerta se cierra. Hasta las peores pesadillas tienen un interludio. No hay brújula, sólo caras conocidas. Risas de dientes grandes, muy grandes de alegría para llenar mis espacios. Lentes del tío Rom con cítricos. Pelos rubios con desvaríos sin anclas, con fantasías inocentes y atropellada sensatez. La mole, claro, la mole con sus tabacos y sus tiempos, claro, tiempos de la mole que caminan en ralenti junto a mi cámara rápida. Expulsan su furia. Y el rayo rojo me ataca, también de lejos mientras Santi habla en su dialecto, directo en medio de balbuceos. Y hay energías nuevas, con restos de mosaicos. Genuinos restos de mosaicos.
Saco el pequeño prisma, la llave de azules y verdes. El cristal refracta y los arco iris corren a ocultarse en mi bolsillo. Para no ser absorbidos. Para no morir en la capa aceitosa. Todavía conserva el filo, uña para lacerar la carne. Entonces abre la tela negra, el perfil de caucho compuesto que se desmiembra mientras grita enfermo. Gime. Y se muestra al sol. Y se inmola sin cubrir mis preguntas. Ni mis respuestas.

Ahora buscar un sendero de piedra. Una huella. Subir al carro a la gente. A las caras que me regalan perlas. A todas, estrujadas contra el fondo, unas sobre otras. Y en el sector cómodo, con vista al paseo, disponer de los enemigos que buscan serlo. Para que sientan el aire fresco. Para que renueven sus retinas de imágenes gastadas.
Entonces me coloco los tirantes y empujo. Como siempre. Como me gusta hacer. Hay horizonte a la vista en el catalejo. Con remos. Creo que a mis manos les gustan las llagas.

No te tomes la vida en serio, al fin y al cabo no saldrás vivo de ella.