martes, julio 12, 2005

A pesar de Tristar

Necesito comprar uno. Cero kilómetro. Lo más nuevo posible, para así poder destrozarlo a gusto. Porque eso es lo que siempre hacía: los destrozaba. Y cuando el estado era lamentable y el aire empezaba a transformarse en una masa viscosa y sin forma, era en esos momentos en que una pequeña voz me recordaba la fecha de vencimiento.
Por eso vine a la feria de Tristar. No me gusta este lugar. Es una comunión de elementos y de gentes extrañas, y cada una de ellas vende más objetos y cosas aún más extrañas. No se qué comprar, porque dudo sobre la mercadería a la venta, si los señores de cara extraña o lo que está en el suelo, delante de ellos. Por eso no pregunto. Sólo camino entre las filas de personas que son llevadas por la multitud. Como si fuese una fuerza centrífuga desconocida, uno debe introducirse entre la gente y dejarse llevar. Y la Fuerza es proporcionalmente contraria al lugar al que uno quiere ir. Así, desde una lona cubierta de repuestos de moto nos trasladamos a una montaña de almohadas usadas, envueltas en fundas de los power rangers. Sin pedirle el traslado a nadie. Al menos es gratis.
Ese día Ciro buscaba una nueva fuente de distracción, que lo obligara a salir de la cueva cósmica en donde vivía. Se arrastraba con su boa a cuestas, la carga roja a la espalda y la pequeña niña a un costado. Más atrás venía Gus, revisando las montañas de objetos mecánicos inutilizables al tiempo que se enfrascaba en discusiones con terminología inentendible para un simple mortal. Jota no estaba, o parecía no estar. Flotaba en una nube voladora y cada tanto, cuando algo llamaba su atención, descendía en su búsqueda. Yo los seguía, con la Mole bien cerca mío, jugando a las sombras. Su presencia tranquilizaba, como un bálsamo pacifico que me obligaba a cerrar la boca antes de empezar a hablar.
Gus buscaba por todos lados. Siempre. Búsqueda sin un objetivo claro pero búsqueda al fin. Jota no. Jota esperaba la victima ideal e iba a por ella.
Y generalmente no fallaba. Disparaba los dardos envenenados uno tras otro.
Y acertaba.
Y el premio era genuino, tangible.
Y Jota lo escondía en el teléfono, feliz por sumar otro a la colección.
Yo seguía buscando un pulmón. Uno nuevo, transparente, sin uso. Éste no resistiría otro invierno. Al menos sin la constante tos que anunciaba mi presencia. Pero no era fácil encontrar pulmones. El tío Ed lo había hecho más fácil. Le compraba a un antiguo socio, de su época de vendedor de pan. El hombre, un tal Ernesto Camargo, había cambiado las hogazas por los corazones. El negocio era más rentable y ahora Ernesto paseaba su Lincoln Continental por la rambla del río Foto. El tío Ed iba a todas las liquidaciones. Y allí encontró el corazón nuevo. Revolviendo en un pila que decía "todo por 3 pesos". Y cuando lo tuvo, volvió al carro de chorizos, a mostrar la nueva adquisición. Orgulloso, brindó con un completo sin pickles.
Pero ya no había más liquidaciones. Al menos hasta el invierno siguiente. Ahora estábamos en plena zafra de pulmones.
Ciro se abre hacia un costado. Ve algo en una loneta cercana. Son páginas. Amarillas, marrones, azules. Paginas de libros olvidados. Paginas que nunca llegamos a escribir. Una habla de un viaje en Impala hacia al Este. Otra de conversaciones bajo el techo de quinchado. Dos cuentan la historia de los cuatro y el vodka. Ciro las pasa una tras otra. Devora lo que precisa y lo demás lo deshecha. Hace un gesto y me acerco. Pero cuando las tomo entre mis manos, se deshacen en polvo. Entonces él me las cuenta. Una por una explica las aventuras mas aburridas de alguien completamente normal. Pero le gustan. Sus ojos brillan y tengo que bajar la mirada. Los oídos siguen abiertos y escuchan. Y registran. Uno tras otro se clavan en la mente los recuerdos de gente que creo conocer aunque nada me diga lo contrario. Y Ciro los transmite. Es un archivista. Un ratón de biblioteca que guarda en ficheros todo lo que sucede. Y luego lo escupe de a gotas. Dosificado, cuidando quién es el destinatario de la confesión como si estuviese a punto de revelar el secreto de la existencia humana.
Por eso miro hacia el piso. Busco evitar la mirada reveladora. Me distrae la cola de un conejo blanco que se asoma bajo una mesa. El tipo me mira, entrecierra los ojitos rojos y se va. Lo sigo con la mirada y quiero ir tras él.
Pero la Mole me toca el hombro. Hay un hombre con un organillo y un monito. "En realidad el mono es el dueño disfrazado" dice la Mole. Y le creo. Siempre le creo a la Mole. Y comenzamos a alejarnos. Ciro se queda allí, la mirada clavada en mi espalda mientras la pequeña le tironea del brazo y lo aleja de Gus. De Jota, que conversa animadamente con una vendedora de pochoclo. De mi, que sigo mirando el conejo, como si nada de eso pasara en ese instante. Y Ciro camina hacia atrás, dando pasos firmes pero tambaleantes. Lanza una última mirada. Sabe que lo entendí. Aunque a veces parezca lo contrario.

Comments on "A pesar de Tristar"

 

Anonymous Anónimo said ... (6:55 p. m.) : 

La soltura de tu texto, la emoción con la que describes los motivos y la razón con las que hilvanas a los personajes, eso es oficio.
Soy nuevo en tu sitio, pero lanzo estas líneas con el suficiente sentido común y conocimiento para saber de lo que escribo.
Te espero en la superbiavitae.
Saludos.

 

Blogger Ligustrino Campana said ... (11:14 p. m.) : 

Por momentos me sentí como Keanu Reeves caminando por la plaza Matriz, con Morfeo a un costado, ofreciéndome las pastillas. ¡¿La azul o la rosa, la azul o la rosa?! Debo procurarme tulipán.

 

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No te tomes la vida en serio, al fin y al cabo no saldrás vivo de ella.