No hay caballerismo. O caballerosidad. O como sea. Los tres son otra forma más de machismo insulso, ponderar una cierta debilidad en las mujeres; que no existe. Por eso, hoy vos abrís la puerta, mañana yo. Y pagamos siempre a medias.
El sr. Colcha debe dormir a mi lado. O cerca. El hombre se viene portando bien, vivo desde el mismo día en que nací, abuelos Aramis y Nelly dejándole al nieto una tela blanca poblada de osos panda, trenes verdes y pasteles en el picnic. No hay abrigo, para nada, el hombre sólo es una capa fina de dignidad. Pero acompaña, más cuando una escarcha cosquillea en los pies, solos de compañía.
Los domingos, día de invernadero los domingos. Luego de las 17 horas y cada célula del cuerpo decide que es la hora de hibernar, tortugas con ribozmas empleados públicos consumiendo mi oxígeno. La tarde que se hace rosa y naranjas y más; noche alternada en casa o por ahí, amigos sin lunes de correas. Y antes del saludo a Morfeo, la taza de café con leche y el correspondiente sándwich, queso fundido hacia los lados y que la taza no tenga más de una cucharadita y media de café, la leche sin depuraciones de crema y el azúcar bendiciendo, generoso.
No hay tecla off, el switch olvidado en campo baldío. Entonces debo esperar a que la música se apague sola, lenta o rápida, la gente no-mirando-ya-sabiendo para luego sacar los auriculares, el clima evaporándose lento; el minidisc no precisa compañía, sólo lluvia rayando el vidrio del ómnibus.
Ómnibus. Muchas ventanas de noches, tubos amarillentos, muros de ladrillos. Sonando lo mismo por años, unos de pulse y otros de morrison, y ella escondida entre la gente sin querer mostrarse. Por momentos se transformó en australias ocupando la retina, otras mar de tizne verde; o caderas sin control; o el pelo enrojecido, furioso, y ella que gira la nuca y un vaso que acepta esconderme. |